martes, 24 de julio de 2012

VALE LA PENA EQUIVOCARSE


Laura Devetach está trabajando en la relectura y revisión de una parte de su obra. Con más de cuarenta años dedicados a la literatura infantil y una gran cantidad de libros publicados, la tarea resulta intensa. "Es bastante conmocionante leer cosas que uno escribió hace tanto tiempo. Es como leer la obra de otra persona."
De ese material, en abril Alfaguara reeditará La torre de cubos, el primer libro de literatura infantil de su carrera, que cosechó premios y elogios en la década del 60 por el uso renovador del lenguaje, la relación que estableció con los niños y las temáticas sociales que incorporaba. Este grupo de cuentos, además, tiene especial importancia para la memoria colectiva porque fue prohibido durante la última dictadura militar.
En marzo Norma relanzará La casa de Javier, un cuento que escribió luego de visitar al querido titiritero y escritor Javier Villafañe, y descubrir lo que estaba sucediendo en el patio de su casa.
A tono con este momento de repasarse y reestrenarse, la autora recibió recientemente un importante galardón a su trayectoria. El jurado del Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil destacó, entre otros atributos, el lenguaje con estilo propio que se mantiene vigente para diferentes generaciones de lectores.
El origen de este espacio poético se encuentra en las palabras de su infancia, en los relatos de lobizones y aparecidos que contaban los hacheros del litoral santafesino donde nació, las canciones del carnaval, los dichos de los pescadores, los cuentos paternos del folklore europeo. Y también en la biblioteca de su casa, bien instalada en la vida cotidiana: "Estaba en la cocina y el diccionario tenía olor a sopa", recuerda.
Atravesó sus estudios -incluida una carrera universitaria- sin perder su amor por "las palabras de la tierra", como llama a aquellas cosechadas en su infancia litoraleña y a otras de las regiones a las que se mudó durante su vida. Muchas de ellas aparecen en sus libros.
"Distorsas [sic] y giros de mal gusto", argumentó el gobierno de facto al prohibir La torre de cubos. Y también, "ilimitada fantasía".
Ya había publicado para adultos cuando hizo este primer experimento que traería tantos aplausos y censuras. Usó como material los cuentos que les inventaba a sus hijos y a los chicos de la guardería que había enfrente de su casa, en un barrio obrero de Córdoba. "Primero fueron orales -recuerda-. Aparecían los mismos personajes, aunque a lo mejor las historias no eran iguales, hacían otros recorridos. Lo que me organizó, porque para ser publicada toda escritura necesita una organización o una convocatoria, fue un concurso organizado por una escuela muy importante de Córdoba. Ahí me senté y de un tirón escribí La torre de cubos. La tenía en mi cuerpo, estaba totalmente recorrida por los cuentos que había contado, los personajes ya se conocían entre sí. Con una Remington del año del perejil y con ayuda de mi marido, porque yo nunca fui buena dactilógrafa, armé el libro. Era un concurso de cuentos, mandé cinco y todos salieron premiados."
-Y luego esos cuentos recibieron el Premio Estímulo a la Producción Literaria Fondo Nacional de las Artes. ¿Por qué La torre de cubos fue un libro diferente?
-Quizá porque yo era diferente. Fui una persona que se insertó en un ámbito cultural viniendo de otro ámbito cultural. Entré en la literatura infantil llegando del interior, trayendo un lenguaje absolutamente distinto y quizá también una actitud distinta. Porque yo no procedía de una literatura normativa, educativa o escolarizada. Venía de una literatura que ponía en práctica todas las libertades posibles. De hecho, tuve muchísimas críticas cuando La torre de cubos salió publicada. Ahora da risa, pero en ese entonces criticaron que era demasiado fantasiosa, que tenía palabras que no correspondían con lo académico, que se usara el "vos" y otros argumentos que luego tomó la dictadura.
-Tus cuentos incluyeron la óptica del niño, su participación y sus críticas.
-No fue intencional, me salió eso, ver el mundo con los ojos de los chicos. En la cultura estaban despuntando novedades y muchas veces los escritores y los artistas somos los primeros que pescamos estas actitudes. No es una característica puramente individual, a mí me tocó ser representante de una cantidad de cosas que siguieron después.
-¿Cómo afectó la censura tu vida cotidiana?
-Fue bravo. Significaba peligro, que vos estabas marcada, que en algún momento podía pasar algo. Sacaron el libro de todas las bibliotecas. Pero sucedió algo maravilloso: La torre de cubos no desapareció, porque los maestros la reprodujeron con mimeógrafo. Estuvo en papeles, a veces no se sabía quién la había escrito. Por eso en la edición de 1984 agregué un agradecimiento a todos los maestros y maestras, y a la comunidad, que hicieron circular esos cuentos y así lograron que no desaparecieran. Me ha pasado que estoy firmando ejemplares en la Feria del Libro y llega alguien con una copia de aquellos años para que se lo dedique.
-Pese a la censura, ¿continuaste escribiendo?
-Sí. Me costaba mucho. Creo que la dictadura me dio una metodología que, de cualquier manera, iba bien conmigo: eso de escribir ideas en papelitos y meterlos en una carpeta. Uno trabajaba como solapadamente, era como que escondía lo que escribía. En realidad no lo escondía nada, lo ponía entre la lista de compras, las recetas de los medicamentos y otras cosas cotidianas. Después, un día, abría la carpeta y decía: "¡Oh! ¡Acá hay algo!". Había un hilo conductor entre las cosas anotadas y entonces me ponía a darles forma.
-¿Seguís escribiendo con lapicera?
-Sí, incluso ahora, en papelitos que guardo en carpetas. Con la computadora todo es más fácil, es la que hace la orfebrería. Pero la parte pesada, el tema en sí, está en el papel.
-¿La dictadura militar dejó grandes marcas en tus textos?
-Y sí. Uno va poniendo las cosas que le suceden sin querer queriendo, como decía el Chavo del Ocho. En Diablos y mariposas hay una serie de cuentos bien marcados, sin nombrar el proceso militar, pero a lo mejor eso está en los climas...
-Con la llegada de la democracia fuiste editora de colecciones infatiles. Trabajaste con un grupo de escritores que hoy son autores reconocidos.
-Sí, Graciela Montes, que ya venía publicando en el Centro Editor de Amércia Latina; Oche Califa, Ema Wolf, Silvia Schujer, Graciela Cabal, Ricardo Mariño, Gustavo Roldán, y otros. Fue el grupo con el que hicimos luego La Mancha, una revista sobre literatura infantil y juvenil. Ahí sentábamos nuestras posiciones. Nos reuníamos bastante, hablábamos, intercambiábamos ideas. Después eso se fue atomizando, fuimos creciendo y cada cual asumió su tarea, y apareció gente más joven.
-De tu experiencia como editora, ¿qué tiene que tener un buen libro para chicos?
-Tiene que ser literatura, estar bien escrito, tener una buena trama, fundamentalmente permitir que el lector dialogue libremente con el texto y salga distinto después de haberlo leído. Lo mismo que los libros para grandes.
-¿Es diferente escribir para niños que para adultos?
-Para mí, primero es la literatura. Uno escribe y después mira para quién. En general, yo no me he puesto un público sentado delante. Uno tiene un interlocutor interno a quien le habla cuando escribe, al otro yo o a los otros yoes que nos habitan. Y pasan cosas muy extrañas. Por ejemplo, escribí textos que supuestamente iban a ser para grandes, y después salieron publicados para chicos. Creo que a muchos colegas les pasa lo mismo.
-En torno a la literatura infantil hay debates que tienen años pero que se siguen repitiendo. Por ejemplo, si la literatura para niños debe transmitir alguna enseñanza.
-Existen ideologías en relación con la cultura. Están los que piensan que a los chicos hay que darles cosas cuadradas y los que piensan que hay que darles cosas abiertas. La escuela está muy abierta en este momento con respecto a la lectura. Pero aquellos que están escolarizados en el mal sentido quieren el libro pedagógico, políticamente correcto, lo que ahora se llama "la educación en valores". Te vienen con tablas para ver qué valores tienen los libros, como si los valores fueran piedritas que vos podés ir poniendo en casilleros. Creo que eso de separar o encasillar es una cosa que tiende a ser superada. No es la vanguardia de la educación, pero hay lugares donde pesa.
-¿A qué llamás "la escolarización del libro"?
-Sucede cuando un libro de literatura pasa a ser convertido en un manual o un libro de texto, y lo usan para enseñar y para ver los adjetivos o la gramática, o lo desmenuzan en un análisis racional, en lugar de que ocupe el lugar que tienen que ocupar, que es el lugar de la lectura y el de ver qué le pasa al lector. "Trabajé con el libro", dicen. A veces es necesario darles pautas a los chicos para que hablen, escriban o dibujen, sobre todo a los más pequeños. Pero hay una serie de clichés. Como ponerse a cambiar los finales de los libros. O crearles una moraleja si no la tienen. Cerrarlos con llave, que es para mí lo que hacen. Se convierte al libro en un instrumento, y yo no creo en la literatura instrumental. Por eso la biblioteca es un lugar fantástico, neutro, fuera del aula, donde los chicos pueden ejercer su elección, su decisión, ir construyendo su camino lector. No importa si el chico se lleva un libro que no sea tan bueno. Al contrario, yo creo que a veces es un elemento más que le sirve para cotejar y poder alimentar su gusto.
-¿Cómo se construye el camino lector?
-Si descubrimos y le damos valor a todo lo que ya traemos, a todo lo que ya hemos "leído" antes de aprender a leer, y después nos damos cuenta de que eso se engancha con la palabra escrita y que eso puede crecer, divulgarse y volver a nosotros para enriquecernos... si eso sucede, es un proceso sensacional. Reconocer todo lo que uno lleva dentro, lo que una comunidad tiene, desde el folklore familiar, las canciones de cuna, las palabras de la región. No desvalorizar lo que es de uno. Al contrario: recopilar, atesorar esas cosas, intercambiar. Que las regiones no estén separadas por un lenguaje diferente. Que se sepa cómo acá se dice "ananá" y en otro lado "piña".
-¿Te pidieron alguna vez que escribieras con lenguaje neutro para comercializar el libro en otros países de habla hispana?
-Alguna vez me pasó, pero yo no me enganché.
-¿Y eso dificultó que se conocieran tus libros en otros países?
-Alguna vez me dijeron, no sé si como piropo o como reproche, que yo era muy argentina. Fue un comentario de gente que había querido editar en México mi libro Oficio de palabrera y después no lo hizo.
-¿Tus libros se venden en España o en otros países de habla hispana?
-Se venden en México, en Chile... Pero no me he movido mucho. Yo no fuerzo las cosas; si me las piden, las doy. No me pasó que me pidieran de España, si bien ahora obtuve el premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil. Pero no es conmigo, es en general, es muy difícil. Son compartimentos estancos. Incluso con los países latinoamericanos tenemos muy poco intercambio.
-¿Leíste la serie de los libros de Harry Potter o de Crepúsculo?
-Leí un tomo de Harry Potter. Lo demás no. La verdad es que no disfruto mucho ese tipo de literatura.
-¿Cómo ves la literatura infantil en este momento en nuestro país?
-Te voy a deber esa respuesta. Estoy en una impasse en este momento. No estoy observando mucho. Y si no tengo elementos ciertos, prefiero no opinar.
-¿Cómo te llevás con las nuevas tecnologías?
-No sé... Yo estoy expectante. Ahora los editores nos están haciendo los contratos como para que entremos en el libro digital. Yo creo que, en la medida en la que nada sea exagerado, todo puede llegar a complementarse. Supongamos que vos quieras viajar y llevarte libros para leer. En ese caso, el libro digital es muy útil. Pero no es lo mismo. Yo soy de la cultura del papel, a mí me gusta leer un libro, tocarlo, dar vuelta la página. No sé qué me pasará. No tengo ningún libro digital, algún día voy a tenerlo. Pero así como no me gusta leer en la pantalla de la computadora, no me gustaría, me parece, leer mucho en libro digital. Pero eso tiene que ver con la formación de uno, con la edad, las etapas de vida y las necesidades.
-En marzo se reedita La casa de Javier. ¿Qué inspiró tu cuento?
-Es un texto que tiene varios años y lo escribí inspirada en algo que pasó en la casa de Javier Villafañe, el querido titiritero y escritor. En su patio una vez brotó una planta de zapallo, que creció enseguida, desparramándose por el suelo. Como Javier no la quiso molestar, la planta se expandió cubriendo todo. Me acuerdo de que no se podía caminar por el patio, había que avanzar con mucho cuidado para no pisarla. En mi cuento le hacen lugar tirando las paredes de la propia casa, hasta que terminan viviendo en el zapallo.
-¿Qué preguntas te suelen hacer los chicos?
-Una de las más frecuentes es de dónde salen los cuentos. Y otra es si yo me equivoco cuando escribo.
-¿Y qué respondés?
-Que los cuentos normalmente nacen de la vida de uno. Pareciera que nacen de adentro para afuera, pero siempre es de algo que uno vivió. Aunque los personajes sean diferentes. Y también digo que el cuento no lo elaboro solamente con la cabeza, lo elaboro con todo el cuerpo, con toda mi persona. A veces un cuento anda por la uña del dedo meñique. Con respecto a la pregunta acerca de si me equivoco cuando escribo, me resulta una muy buena oportunidad para hablar de la escritura de ellos, del valor de los borradores, de cómo hay que equivocarse. Que escribir es una cosa muy importante y que vale la pena equivocarse para escribir algo mejor.
ADNDEVETACH
Reconquista, Santa Fe, 1936

Hija de un ebanista italiano que llegó al país con Pinocho bajo el brazo, Laura aprendió a leer con ese libro.
Licenciada en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba, docente, escritora de libros para niños y adultos, de obras de teatro y de libretos de televisión, y editora de literatura infantil.
Fue integrante de campañas nacionales de promoción de la lectura.
Considera que el gusto por la literatura se logra acercando los libros a la gente y que para eso es necesario crear más bibliotecas populares, escolares y familiares.
En 2008 recibió el título de Doctora Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba. Lo acepta como un gesto que trasciende su persona y contribuye a que una disciplina considerada marginal, como la literatura para niños y jóvenes, logre una jerarquía en los claustros.
Por Cristina Macjus
Para LA NACION- ADN

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