viernes, 13 de febrero de 2015

¿Y si no fueron felices y se hartaron de perdices?

Érase una vez el final de un cuento de hadas. Todo había acabado felizmente, y el príncipe y la princesa habían llegado a casarse tras muchas aventuras. Y vivieron felices y comieron perdices.
Pero, al día siguiente, el príncipe tenía un fuerte dolor de cabeza y no le apetecía comer perdiz. Salió a pasear por los jardines mientras la princesa devoraba una perdiz tras otra. Tantas comió, que al llegar la noche sufría una gran indigestión.
Esa noche, el príncipe protestaba, pues no se sentía feliz.
- Vaya birria de cuento. No me siento para nada feliz.
- Si no eres feliz, es porque no has comido perdiz.
Y al día siguiente ambos solo comieron perdices, pero el mal humor del príncipe no desapareció, y la indigestión de la princesa empeoró.
- Vaya birria de cuento- dijo también la princesa.
El tercer día era evidente que ninguno de los dos era feliz.
- ¿Cómo puede irnos tan mal? ¿Acaso no fue todo perfecto durante el cuento?
- Es verdad. Lo tenemos todo, ¡y hasta nos hemos casado! ¿Qué más necesitamos para ser felices?
Ninguno de los dos tenía ni idea, pues se habían preparado para vivir una vida de cuento. Pero, al terminar el cuento, no sabían por dónde seguir. Decididos a reclamar una felicidad a la que tenían derecho, fueron a quejarse al escritor del cuento.
- Queremos otro final.
- Este es el mejor que tengo. No me sé ninguno mejor.
Y, tras muchas discusiones, lo único que consiguieron fue que eliminara lo de comer perdices. Seguían sin ser felices, claro, pero al menos la princesa ya no tenía indigestión.
La infeliz pareja no se resignó, y decidió visitar a las más famosas parejas de cuento. Pero ni Cenicienta, ni la Bella Durmiente, ni siquiera Blancanieves, hacían otra cosa que dejar pasar tristemente los días en sus palacios. Ni una sola de aquellas legendarias parejas había sabido cómo continuar el cuento después del día de la boda.
- Nosotros probamos a bailar, bailar, y bailar durante días- contó Cenicienta- pero solo conseguimos un dolor de huesos que no se quita con nada.
- Mi príncipe me despertaba cada mañana con un ardiente beso que duraba horas- recordaba la Bella Durmiente- pero aquello llegó a ser tan aburrido que ahora paso días enteros sin dormir para que nadie venga a despertarme.
- Yo me atraganté con la manzana cien veces, y mi príncipe me salvó otras tantas, y luego nos quedábamos mirándonos profundamente- dijo Blancanieves- Ahora tengo alergia a las manzanas y miro a mi esposo para buscarle nuevos granos y verrugas.
Decepcionados, los recién casados fueron a visitar al resto de personajes de su cuento. Pero ni el gran hechicero, ni el furioso dragón, ni sus valientes caballeros quisieron hacer nada.
- Ya cumplimos con todas nuestras obligaciones, y ni siquiera tuvimos un final feliz ¿Y encima queréis que nos hagamos responsables de vuestra felicidad ahora que ha terminado el cuento? ¡Venga ya!
La joven pareja recurrió finalmente a sus leales súbditos. Tampoco funcionó porque, a pesar de que obedecieron todas y cada una de sus órdenes, los príncipes siempre habían tenido todo tipo de lujos, y seguían insatisfechos.
- Nada, tendré que encargarme de mi felicidad yo misma - decidió la princesa precisamente el día que el príncipe pensó lo mismo.
Y cada uno se fue por su lado a intentar ser feliz haciendo aquello que siempre le había gustado. Pero por emocionantes y especiales que fueran todas aquellas cosas, no era lo mismo hacerlas sin tener a su lado a su amor de cuento. Tras aceptar su fracaso por separado, volvieron a encontrarse en el palacio llenos de pena y desesperanza.
- Lo hemos intentado todo- dijo el príncipe, cabizbajo-. Ya no queda nadie más a quien pedirle que nos haga felices. Estamos atrapados en un penoso final de cuento.
- Bueno, querido, aún nos queda una cosa por probar- susurró la princesa-. Hay alguien que aún no se ha encargado de tu final feliz.
- ¿Sí? ¿Quién? ¿La bruja? ¿El león? ¿El armario? ¿Voldemort?
- Cariño, no te vayas del cuento. Me refiero a mí. Aún no me he encargado de hacerte feliz. Ni tú tampoco de mí.
Era verdad. Y no perdían nada por intentarlo.
Aunque hacer feliz al príncipe tenía lo suyo. Solía levantarse de mal humor, trabajaba algo menos que poco y era un tipo más bien guarrete. Y tampoco la princesa era perfecta, pues lo menos que se podía decir de ella es que era caprichosa y mandona, bastante cotilla y un poco pesada. Pero, a pesar de todo, se querían, y descubrieron que, al esforzarse por el otro, olvidándose de sí mismos, no necesitaban más que ver asomar la felicidad en el rostro de la persona amada para sentirse plenamente dichosos. Nunca antes habían repartido felicidad, y hacerlo con su único amor los llenaba de tanta alegría que era difícil saber quién de los dos era más feliz.
Pronto se sintieron tan dichosos repartiéndose felicidad que, a pesar del esfuerzo que les suponía, no pudieron parar en ellos mismos, y comenzaron también a preocuparse de la felicidad de sus súbditos y los demás personajes de su cuento. Hasta las legendarias princesas que no habían sabido vivir felices en su final de cuento pudieron recibir su consejo y su ayuda.
Así, habiendo descubierto el secreto de los finales felices, hicieron por fin una última visita para llevar a su amigo el escritor un regalo muy especial: un nuevo final de cuento. Y el escritor lo tomó y lo agregó a la última página, donde desde entonces puede leerse “…y, renunciando a su felicidad por la del otro, pudieron amarse y ser felices para siempre”.


Autor.. Pedro Pablo Sacristan

lunes, 9 de febrero de 2015

Cómo olvidar los errores


Primero hay que saber quien te los vendió.
Si fue la vida, intentando que te sientas orgulloso de vos mismo.
En ese crecer interno de propósitos, metas, de ser alguien, de ser…VOS.

O si te lo vendió un amor, con el anhelo de besos, caricias, sueños, anhelos.

Cómo saber que están rotos? Solo encuentra la causa.

Encuentra su fragilidad… y te das cuenta que el punto más débil de un sueño,
son sus premisas falsas. Tenès que descubrirlas por vos misma.

Si es la vida. No te va a alcanzar el tiempo en realizarlos.
Sino tomas la decisión vos mismo.

Ahí estaría por lo menos reparado hasta la mitad.

Y si depende de alguien, producto de un amor…entonces quítale su locuaz antifaz para que no logre manipularte.

Mira si es de verdad. Mira que no sea un juego. Dejá que te posea.
Que te haga sentir vivo también. Entrégate sin condición. Reílo. Llórala.

Y si al final no era tu sueño real, entrégate a la falacia de sentirte solo
y a lo sumo divida sin rencores. Por lo menos lo viviste. Aunque también lo sufriste.

Así que nadie repara un sueño.

Se vivió…o no se hizo.
Se vivió…y se aprovecho.
Sino… jamás se tuvo. 


                                                                                                    autor: Hugo Candi...

domingo, 8 de febrero de 2015

Frases de amistad



Una amistad sin confianza es una flor sin perfume.
Laure Conan

No puede haber amistad donde no hay libertad. La amistad ama la libertad, y no será encerrada en pequeños y estrechos recintos.
William Penn

La amistad puede convertirse en amor. El amor en amistad... Nunca.
Albert Camus

Compañerismo no siempre es amistad. Pero amistad siempre es compañerismo.
José Narosky

No nos maltraten, y no se les maltratará. Respeten, y se les respetará. Al acero responde el acero, y la amistad a la amistad.
José Martí

Es parentesco sin sangre una amistad verdadera.
Pedro Calderón De La Barca

La amistad sólo podía tener lugar a través del desarrollo del respeto mutuo y dentro de un espíritu de sinceridad.
Dalai Lama

La amistad es el amor, pero sin sus alas.
Lord Byron

La amistad perfecta es la de los buenos y de aquellos que se asemejan por la virtud. Ellos se desean mutuamente el bien en el mismo sentido.
Aristóteles

No hay amigos: hay momentos de amistad.
Jules Renard

Amistad y dinero: el aceite y el agua.
Mario Puzo

La amistad no pide nada a cambio, salvo mantenimiento.
Georges Brassens


sábado, 7 de febrero de 2015

LA FAMILIA INGALLS

A 148 años del nacimiento de Laura Ingalls Wilder, Google le rinde homenaje

El buscador más popular de Internet le dedica el logo de su animación a la escritora norteamericana autora del cuento La pequeña casa de la pradera en el que se basó la popular serie La familia Ingalls.
La autora del cuento en el que se basó la popular serie La Familia Ingalls fue homenajeada hoy en la web. Google le dedica el logo de su animación a la escritora norteamericana Laura Ingalls Wilder que creó el cuento La Pequeña Casa de la Pradera, en el que narra su infancia y que luego sería adaptado a la televisión.
El libro La pequeña casa de la pradera fue publicado cuando Wilder tenía 65 años. Conoció un gran éxito, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. En 1973 fue llevado a la pantalla chica. La serie, que marcó a más de una generación, tuvo nueve temporadas, todas ellas disponibles en español.


La Nación - 7/02/2015


jueves, 5 de febrero de 2015

Edward Stachura

El paisaje (Pejzaż)
Se adormece el horizonte en la comisura de tus labios
Vuelven las nubes, vuelve el sol
Más suaves archipiélagos pido
Que sean dóciles los pozos de tus ojos
Para mi morada
En las tierras lejanas
Manos blancas de monjes
Degollan ciervos jóvenes
En los suelos de piedra de sus casas
Dejan pieles suaves
Para que los pise un pie tuyo
Por la mañana, cuando te desperezas
Las manos de ladrones te obsequian
Con horquillas de marfil
Y los más hermosos caballos
Cabalgan hacia tu ventana
Infinito (Bezmiar)
La hora que no conozco
Que aprieta su soga
En mi cuello, la locura de pasión,
Y tu cabello, como espigas de ceniza
Que devoraría gustosamente
Se las daría al panadero
Y de la harina que saldría
Mordisquearía ese pastel delicioso
Reemplazaría el hambre, la sed
De ti, trozo a trozo
Metamorfosis (Metamorfoza)
Montaña
Nubes que rompían negros
Cada vez más negros
Como peligrosas caballadas frigias
Hasta el rayo
Ha cortado un cuadro inacabado todavía
Y el modelo caía
En picado
Hacia el lienzo
Incrustado
En sus aún calientes contornos
Del inesperado deslumbramiento
Era mañana
Y tu me sonreías desde el retrato
No el Puente de Brooklyn
Desgarradora
Como la zarpa de un tigre
Contra la espalda de un antílope
Es tristeza del hombre
No el Puente de Brooklyn
Pero cambiar
En un nuevo, sereno día
La noche más triste –
Eso sí es algo!
Aterradora
Como una joya del mundo
Que delira, que desatina
Es la locura del hombre
No el Puente de Brooklyn
Pero al otro lado
Con la cabeza atravesar
Perforando la suerte insana –
Eso sí es algo!
Vamos a entristecernos diligentemente
Vamos a enloquecer incorrectamente
Iremos adelante ininterrumpidamente
Hacia la explanada.

* * *
Edward Stachura nació el 18 de agosto de 1937 en Charvieu, Francia y se suicidó el 24 de julio de 1979 en Varsovia, Polonia.

lunes, 2 de febrero de 2015

Música nocturna (2007) es la historia de Federico y Silvia. Él, escritor en diarios y revistas, que no es capaz de terminar su primer libro, asediado por fantasmas personales. Ella, egresada de la Facultad, autora de una primera obra teatral pronta a estrenarse y con propuestas para continuar su carrera en el exterior. Y el vínculo entre ambos, hoy sustentado en el cansancio y la rutina de dos seres que intercambian palabras pero que no dialogan, distantes, extraños. Federico atrapado en la red de sus teorías musicales y Silvia, más optimista pero apática. Las actuaciones de Enrique Piñeyro y Silvia Arazi responden adecuadamente a este planteo.
La realización no me transmitió el desgarramiento de los personajes tal y como me gustaría haberlo visto expuesto, el desbarrancarse de algo que alguna vez, quizás, exisitó. Quizás allí esté un punto importante: la reiteración de cada día, lo mismo siempre, dos seres que están sostenidos por una triste música nocturna.
Del mismo director Rafael Filippelli (1938)  son Secuestro y muerte (2010), Esas cuatro notas(2004), Notas de tango (2000), Retrato de Juan José Saer (1996), El ausente (1987), y Hay unos tipos abajo (1985).
Actúan Enrique Piñeyro, Silvia Arazi, Horacio Acosta, Graciela Oddone, Federico Esquerro.
Ensayo

El arte de la coherencia crítica

En Las ideologías de la teoría, el gran teórico cultural estadounidense Fredric Jameson reunió ensayos que abarcan todo el arco de su carrera y demuestran su interés en el modernismo.
Por   | Para LA NACION
Considerado el crítico marxista más influyente y original de la actualidad, el estadounidense Fredric Jameson (Cleveland, 1934) ofrece en Las ideologías de la teoría una vasta compilación de artículos. La obra había aparecido por primera vez en 1988; ampliada, se reeditó en su idioma original diez años más tarde. Esta última edición sirvió de base para la elegante traducción de Mariano López Seoane. El abanico temporal que despliegan estos textos comprende una parte sustancial de la trayectoria intelectual de Jameson, más de siete lustros de producción incesante, desde comienzos de la década de 1970 hasta 2008. Autor de una obra ingente -cada año presenta un nuevo libro (el último, aún no publicado en español, explora el realismo literario del siglo XIX)-, su fecundidad no se mide sólo por el febril número de publicaciones, sino por el impresionante espectro temático que cubren.
Las ideologías de la teoría es una buena muestra de esta omnímoda capacidad. "Nada de lo humano me es ajeno" es un proverbio latino que Marx eligió como lema. Jameson parece haberlo adoptado en la práctica, puesto que sus indagaciones no se limitan al ámbito de la literatura, sino que se proyectan hacia la filosofía, la historia y la política, sin olvidar el psicoanálisis ni la crítica cultural en su sentido más amplio. Otra cualidad sobresaliente es la mirada cosmopolita característica de estas intervenciones, algo infrecuente en un medio como el estadounidense, donde suele proliferar una especie de parroquialismo imperial sólo atento a las vicisitudes domésticas. Curioso de las producciones culturales de todo el mundo y gran conocedor de la tradición europea, Jameson se mueve con la misma soltura entre los clásicos de la literatura francesa y los del pensamiento alemán, por mencionar dos grandes usinas simbólicas.
Las referencias que pone en juego a lo largo de los ensayos de este libro van desde Max Weber hasta Jean-François Lyotard y de Gustave Flaubert a Alexander Kluge. Si algo se les puede reprochar a estos ensayos es justamente la movilización de tal cantidad de nombres y categorías-si bien nunca motivada por un mero coqueteo erudito-, que en ocasiones vuelve difícil seguir el intenso ritmo argumentativo del autor. El esfuerzo se atenúa gracias a una prosa clara y a una lógica precisa. Los múltiples asuntos tratados de manera explícita en Las ideologías de la teoríasobrepasan las posibilidades de cualquier comentario. Acaso resulta más factible reseñar ciertos temas que configuran una unidad subyacente e integran una especie de texto implícito que recorre la obra. Uno de ellos es la reivindicación de la narración, a menudo marginada por el alto modernismo que la consideraba tradicional, narcótica, repetitiva o comercial. Admirador de ese modernismo radical que signó el siglo XX, Jameson, sin embargo, defiende la narración porque advierte en ella fructíferas conexiones con la teoría y la política. Con el posmodernismo, el desprecio por la narración se conjugó con una fuerte desconfianza hacia el relato histórico y sus impulsos emancipadores.
De manera paradójica, la vieja crítica vanguardista se transformó en un vector esencial de las visiones conservadoras sobre el futuro de la sociedad; una ideología desplazó a otra de signo inverso. La náusea posmoderna ante la historia -la expresión es del autor- encubre factores políticos y distorsiona la representación, una facultad clave para el pensamiento moderno. Narrar, por lo demás, es un impulso humano esencial, núcleo de la empatía humana y de la solidaridad que el posmodernismo vino a congelar. "La narración -concluye (¿exagera?) Jameson- siempre significó de algún modo la negación del capitalismo." Menos interesado en las trilladas quejas contra un supuesto canon único y opresivo, Las ideologías de la teoría se propone reconstruir los cánones privados de los críticos y escritores que estudia. El análisis de la tensión dialéctica entre Kafka y Brecht, tan activa en la obra de Walter Benjamin, brinda un logrado ejemplo, aunque no el único. ¿Cuál sería el canon personal de Jameson? Marx y Hegel son los candidatos más evidentes. Modo de producción y totalidad constituyen grandes conceptos que heredamos de ellos. A pesar de la hostilidad que las rodea en la actualidad, dichas nociones todavía proporcionan los fundamentos para cualquier indagación cultural, asegura el autor. Menos esperable es la aparición recurrente de Sartre a lo largo de su libro. Jameson mantiene con Sartre una relación antigua y fiel: le dedicó su primer trabajo, dirigido por el gran filólogo Eric Auerbach, y sigue encontrando en su obra una fuente de inspiración política y filosófica.
"Hay que historizar siempre." Ésta se ha vuelto, según Jameson, la consigna esencial de la crítica cuando nuestra cultura parece hundirse en un puro presente sin vínculos con el pasado y sin perspectivas futuras. La energía militante que deriva de esa sentencia se manifiesta de modos diversos en Las ideologías de la teoría, ya sea en la indagación breve, pero comprensiva, de la vertiginosa década de 1960 o en la reconstrucción de términos clave del psicoanálisis lacaniano. El resultado de esa inclinación por la historia es que un conjunto de ensayos escritos a lo largo de muchos años mantiene una extraña vigencia intelectual y pone de relieve la coherencia de una voz crítica. Esta combinación no es muy frecuente.Co

Falacias del ensueño futurista

Carr analiza las variadas tecnologías con las que interactuamos en la vida cotidiana para dudar de la confianza ciega que se deposita en ellas
Por   | Para LA NACION



Las nuevas tecnologías están alejándonos del mundo real, afectando nuestras habilidades y volviéndonos dependientes. En la medida en que deciden por nosotros, más que sus amos, estamos convirtiéndonos en sus esclavos. Éstos son, en esencia, los puntos centrales del nuevo libro de Nicholas Carr, Atrapados. Cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas.
El foco de su preocupación es la digitalización de diferentes mecanismos: el GPS de autos y barcos, las calculadoras, el piloto automático de los aviones, el corrector de ortografía del procesador de texto. Es una lista larga y variada de tecnologías con las que interactuamos en nuestra vida cotidiana o en nuestro desempeño profesional: Carr acerca aplicaciones triviales y cruciales, personales y sistémicas. El abanico de tecnologías consideradas resulta una debilidad argumentativa. De algunas podemos privarnos voluntariamente; de otras, no. Algunas hacen a nuestra comodidad; otras, a la supervivencia.
La otra cara de esta mezcolanza es que deja en evidencia aspectos básicos de la relación entre humanos y máquinas. Aquí, la debilidad del razonamiento de Carr se convierte en fortaleza, porque le permite mostrar que una misma problemática subyace en el uso de tecnologías muy distintas. La palabra que unifica todo es "automatización", que de manera muy sintética puede definirse como la incorporación de computadoras en aparatos y dispositivos, que se hacen cargo del control de distintos procesos. No se trata solamente de que usamos herramientas para hacer -una capacidad que nos caracteriza como especie desde que dejamos las cavernas- sino de que delegamos en ellas la dirección de esas acciones.

LA CARA OCULTA

Carr es un autor difícil de definir: publica notas y columnas en medios para todo público como The Guardian, The Wall Street Journal o The New York Times, pero también en medios especializados, como MIT Technology Review. Con un máster en Lengua y Literatura, llegó a ser editor de Harvard Business Review y miembro del consejo consultivo de la Enciclopedia Británica. También asesoró al Foro Económico Mundial.
Ha publicado varios libros influyentes, en los que dirigió la atención a la cara oculta de las nuevas tecnologías de la información y las telecomunicaciones, lo que no se promociona ni aparece en las utopías de los tecnofílicos y los magnates de Sillicon Valley. Su nombre ganó fama mundial por Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, publicado en 2010, finalista del premio Pulitzer y traducido a más de veinte idiomas. La obra fue muy discutida pero poco comprendida, a pesar de la claridad prístina de su tesis central: que las tecnologías interactivas, con su carácter ubicuo y demandante -celulares inteligentes, tablets, notebooks y netbooks con acceso a Internet-, constituyen un ambiente de distracción, que afecta nuestra concentración y amenaza nuestro modo de pensar.
Apoyándose en autores como Marshall McLuhan, Walter Ong y Neil Postman, representantes de la "ecología de los medios" -un enfoque sobre la comunicación que pone énfasis en el análisis de las tecnologías- Carr sostuvo en Superficiales que las tecnologías interactivas interfieren con un modo de leer, la lectura lineal o profunda, que fue una conquista fundamental de la cultura occidental, resultado de una tecnología revolucionaria: la imprenta. En efecto, la disponibilidad de libros hizo posible la ecuación un lector-un libro, que abrió el camino a la lectura en silencio y en soledad. Desde el punto de vista del funcionamiento cerebral, la lectura profunda es única, y permite un nivel de concentración y un rigor de pensamiento que resultaron inéditos en la historia. Esta conquista intelectual resultaría amenazada por el entorno distractivo de las tecnologías interactivas, con consecuencias que apenas estaríamos empezando a ver.
En esta línea, Atrapados representa un paso más allá, al explorar el impacto de las computadoras en diversos ámbitos de acción. El término "automatización" -que, extrañamente, no aparece en el título en español pero tampoco en el original en inglés, tan poético: The Glass Cage, "La celda de cristal"- es una incorporación reciente, que se atribuye a los ingenieros de Ford. Viene inmediatamente a la memoria la escena de pesadilla de Tiempos modernos, con un Chaplin ajustando tuercas al ritmo que le impone la línea de montaje: el operario reducido a herramienta, a mera pieza de una maquinaria enorme y de vida autónoma.
En el siglo XX, distintos autores -de Martin Heidegger a Herbert Marcuse, de Jacques Ellul a Andrew Feenberg- reflexionaron sobre los efectos alienantes de estos fenómenos. Carr actualiza esas inquietudes y les da nuevo fundamento al analizar cómo la automatización puede tener efectos no sólo en operarios de baja especialización como el personificado por Chaplin, sino también en profesionales que han recibido un entrenamiento exigente y prolongado, como los pilotos de avión. Refiere puntualmente dos accidentes recientes ocasionados por la incapacidad de los comandantes de responder ante una situación sorpresiva.
El primero ocurrió en febrero de 2009, en un vuelo de Continental Connection entre Newark y Buffalo, en Estados Unidos. En la maniobra de descenso, el avión perdió altura bruscamente, lo que hizo que se desconectara el piloto automático, como corresponde en situaciones de emergencia. Sólo que el comandante, desconcertado, no supo cómo actuar: llevó los controles hacia atrás, agudizando la pérdida de sustentación y precipitando la caída. Murieron 49 personas.
Algo similar ocurrió en mayo de ese año con un vuelo de Air France de Río de Janeiro a París, que cayó en el Atlántico también por una mala reacción del copiloto ante una pérdida de velocidad, lo que causó la muerte de 228 personas. Tras investigar las causas de estos y otros accidentes, la administración aérea de Estados Unidos emitió un alerta en que recomendaba a las compañías aéreas que incentivaran las operaciones de vuelo manual: tanto piloto automático parecía estar afectando las capacidades de los comandantes.

CUANTO MEJOR, PEOR

Carr describe dos tendencias que están detrás de nuestros errores: la complacencia automatizada y el sesgo por la automatización. La primera ocurre cuando nos abandonamos a la perfección de las máquinas y dejamos de supervisar su funcionamiento: confiamos ciegamente. "Nos desenganchamos de nuestro trabajo, o al menos de la parte de él que maneja el software, y podemos como resultado de ello perdernos señales de que algo va mal", explica. Y da ejemplos que van del campo de batalla a la conducción de barcos -¡ay, la peligrosa fascinación del GPS!-, pasando por la experiencia cotidiana de confiar en el corrector del Word.
El sesgo por la automatización es el complemento perfecto: creemos más en lo que dice la computadora que en lo que dicen nuestros sentidos. No revisamos los cálculos de la máquina y la tratamos como infalible. En caso de mal funcionamiento, desconfiamos de nosotros antes que de la máquina.
Podría argumentarse que la automatización no sólo ha facilitado muchísimas actividades sino que además ha servido para prevenir un sinnúmero de accidentes provocados por el factor humano. Carr no lo niega. Sin embargo, lo paradójico, lo dramático de nuestra relación con las máquinas es que, cuanto más eficientes son, más confiamos en ellas y, por lo tanto, más expuestos quedamos en casos de fallo. "Tanto la complacencia como el sesgo tienden a agudizarse con el aumento de la calidad y fiabilidad de un sistema automatizado", sostiene Carr.
Otra paradoja es que la facilidad de manejo, el carácter crecientemente "amigable" de las tecnologías, nos deja inermes ante su poder. La complejidad de sus mecanismos internos queda fuera de nuestro alcance: ni siquiera somos capaces de imaginarnos la miríada de procesos que ocurren en su interior, que quedan ocultos, en palabras de Carr, por "la simplicidad astutamente concebida de la pantalla, de la interfaz de fácil manejo y sin fricciones".
Pero el riesgo de la automatización creciente no consiste sólo en que perdemos seguridad al confiar excesivamente en la eficiencia de las máquinas, ni en que quedamos ciegos y desarmados frente a la sencillez de su manejo, ni en que dilapidamos capacidades adquiridas con mucho esfuerzo al trasladarles tareas de alta complejidad. Carr destaca otros dos efectos indeseables: frívolo uno, ominoso el otro.
El primero es el aburrimiento. Sí, en la era del entretenimiento universal y compulsivo, el hecho de apoyarnos tanto en lo que las máquinas pueden hacer por nosotros, en todo lo que nos quitan de las manos, tiene como resultado el tedio. No por no tener nada que hacer: allí están los jueguitos, el chat, las redes sociales, los videos de YouTube, la música. Pero los estudios que cita Carr muestran que las actividades que demandan una baja atención no resultan del todo satisfactorias. Sólo cuando estamos realmente sumergidos en una tarea que nos interesa y nos exige cuidado, que representa un desafío y nos genera un poquito de estrés -en fin, que nos cuesta- experimentamos el "éxtasis del flujo": un estado de concentración profunda exclusivo de esos momentos en que estamos completamente implicados en lo que estamos haciendo.
El segundo riesgo es que dejamos decisiones morales en las máquinas. Carr da como ejemplo una tecnología de hoy, una cortadora de césped robótica: no sólo puede abatir hojas y tallos, sino también insectos y todo pequeño bicho que camina. "La mayoría de las personas, si avistan un sapo o un ratón de campo mientras cortan el césped, tomarán una decisión consciente de salvar al animal, y si lo atropellasen por accidente se sentirían mal por ello. Una cortadora robótica mata sin contemplaciones", alerta.
Y también ilustra con una tecnología del mañana, los autos que se conducen solos. No se trata de una fantasía: el sistema, desarrollado por Google, fue instalado en Toyota Prius y ya han recorrido 150.000 kilómetros en rutas y autopistas de California y Nevada. La cuestión es: ¿cómo podrían reaccionar ante el cruce de un animal silvestre o una mascota? ¿Van a decidir por sí solos si evadirlo, arriesgando un vuelco, o atropellarlo y mantener la estabilidad del vehículo y la seguridad de los pasajeros?
Atrapados no es la obra definitiva sobre nuestra relación con las máquinas. Tiene poca profundidad teórica y un estilo expositivo que abusa de la anécdota. Pero deja planteadas preguntas fundamentales: logra despertarnos de nuestro ensueño futurista al poner en evidencia las falacias en que se apoya..