jueves, 26 de julio de 2012

Correr como Diego (Silbando Malena)

Por Carlos La Casa (el siguiente relato fue finalista del concurso "Historias de fútbol, días de mundial", publicado en el libro del mismo nombre por Editorial Edinexus -España-)

       Acá estoy, después de tanto insistir, me convenció. Al principio la idea no me seducía. Es más, todavía me parece un chiste de mal gusto. A ver si entendí: su diario está por sacar un suplemento por el aniversario del partido con los ingleses en el Mundial ´86 y se les ocurrió publicar allí una anécdota simpática; alguna efemérides que haya sucedido aquel día y que nadie recuerde porque, lógicamente, todos los argentinos estábamos frente al televisor. Y después en el Obelisco. Usted asiente con la cabeza pero no habla, quiere que empiece. Está bien. Le acepto, gracias, hace mucho que no fumo uno de estos. ¿Me convida fuego? Sería perfecto acompañarlo con café.
       Bien, le cuento. Entré a trabajar en aquella oficina, en la parte contable de una compañía de seguros, a mediados del ´85. La idea de robar, se me ocurrió, confieso, en el mismo momento en que me enteré de cómo el jefe manejaba el sistema de depósitos. Durante la semana entraba mucha plata a la empresa. Siempre está entrando plata en una empresa de seguros, entre cuotas y vencimientos y algún otro invento para sacarle a la gente un poco más, la suma de las cajas se volvía considerable. Rodríguez, mi jefe, abría todos los días, alrededor de las seis y media, las cajas que habían estado trabajando hasta las cinco; quince minutos antes de las siete cerraba con llave su oficina y contaba la plata. Los viernes traía un maletín. El lunes lo primero que hacía era llamar a Marcos, el cadete, para que depositara todo en el banco. Era el único en quién confiaba. No ciegamente porque Rodríguez, como buena persona que maneja plata, no confía ciegamente en nadie, apenas lo justo y necesario para encargarle esa tarea. Agrego que Marcos era su hijo.
       Usted se pregunta como sé todo tan detalladamente. Yo era uno de los pocos, casi siempre el único, que estaba cuando Rodríguez hacía el balance. Nuestro horario terminaba a las seis, por más que aun quedaran trabajos sin hacer, seis menos diez mis compañeros se las habían ingeniado para no estar; mientras yo seguía pasando debes y haberes y manchándome los dedos con carbónico, a veces hasta las seis y media o siete, en horas extras que jamás me pagaron. El resto de la información me llegó ingenuamente por boca de Marcos. Era un buen pibe, callado, tímido, ser el hijo del jefe lo incomodaba. Pero conmigo tenía buen trato, yo le enseñé a cebar mate. Usted se ríe, hablo en serio. Convídeme otro cigarrillo.
       Un lunes lo vi salir a primera hora con el maletín. Volvió al mediodía y se sentó en mi escritorio a conversar. Se quejó de las colas en los bancos. Después el padre lo llamó desde su oficina y le ordenó una diligencia. Yo había comprendido el sistema.  “O sea que la plata queda acá sábados y domingos” pensé, mientras seguía pasando números.
 Ahí está el germen de mi obra. Usted vino a buscar mi anécdota, yo se la cuento como es. Podría inventar que estuve día y noche haciendo anotaciones en un cuaderno de tapa dura, elaborando y puliendo mi plan; que dejé a mi mujer y mis hijos por una secretaria bonita de piernas largas y pollera corta que iba a ayudarme, con la que me escaparía a una isla paradisíaca en cuanto obtuviera el botín. Nada de eso. No tengo mujer ni hijos. Y tampoco pensé más en el asunto. Seguí trabajando aplicadamente. La clave me fue develada en el momento menos pensado, que son los momentos en que se nos develan las claves.
       Una tarde, creo que martes, estaba solo y seguía trabajando. Apareció Don Gustavo, que era algo así como el portero de la empresa. Vivía en el último piso del edificio, lo limpiaba, lo cuidaba.
       -Don Gustavo, qué sorpresa.
       -¿Todavía laburando, nene? Qué espíritu. –Revisó su carrito de limpieza. Insultó. – Ché, pibe, ¿no me hacé una gauchada?
       -Diga.
       -Bajáte al sótano y traéme el líquido para limpiar los pisos.
       -Con mucho gusto.
       En realidad tenía ganas de mandarlo al carajo. Pero decirle que no significaba poder encontrarme cada tanto con mi escritorio sucio o el piso a mi alrededor no tan bien pulido. Sacó de su pantalón un enorme manojo de llaves, separó una tomándola con el dedo pulgar e índice y la levantó en el aire. Dijo:
       -Con esta abrís.
       Apoyó el manojo en mi escritorio. Entonces agregó algo que resucitó la idea dormida en mi inconsciente.
       -Cuidado que ahí están las llaves de todo el edificio.
       Mientras bajaba por las escaleras la idea fue tomando fuerza, color. O fue tomándome a mí. En la planta baja salí y corrí a la cerrajería. Saqué copias de la llave de entrada al edificio y de la oficina de Rodríguez. No fui adivino: Don Gustavo me hizo el enorme favor de haberle puesto a todas pequeñas etiquetas con nombres para reconocerlas.
Volví, y bajé a buscar el líquido. Don Gustavo me esperaba con mala cara. Le dije que había aprovechado el descenso para salir a comprar cigarrillos. Como el que usted me va a convidar ahora. ¿Me deja el paquete? Muy amable. Lo tomo como la paga por esta entrevista.
       Entonces empezó el Mundial. Uno de mis compañeros, que había prometido traer una tele a la oficina, nos falló. Salimos todos, los catorce empleados de aquel sector, disparando al bar. Argentina ganó, e instituimos como cábala mirar los partidos ahí. Cuando pasamos a octavos, alguien advirtió que el partido siguiente caía domingo y no vendría porque lo pasaba con su hijo. Otro gritó que ni loco había pensado en venir al bar pudiendo verlo en su casa. Rodríguez, con una orden disfrazada de comentario, como mal jefe que era, dijo que Argentina jugaba tan bien que si rompíamos la cábala no pasaba nada. Quedamos en romper la cábala. Y yo supe que era el momento. El viernes 20 de junio de 1986, a las 18:30 horas, mientras Rodríguez estaba por empezar a contar la que el domingo sería mi plata, fui hasta Retiro y saqué un pasaje a Pinamar. Lo hice con el alma quebrada: el único horario disponible caía justo en medio del partido.
Ese domingo me desperté contento. Decidí no llevarme nada de mi habitación, quería empezar de cero en todo. Solo lamento algunos libros que la dueña de la pensión debe haber vendido o tirado.
       En la calle no había ni aire. Entré al edificio. No puedo explicarle lo extraño que me resultó entrar a mi lugar de trabajo un domingo. El domingo de por sí ya tiene un aire raro, melancólico, como si estuviera fuera del tiempo. Abriendo la oficina de Rodríguez me di cuenta que abrir una puerta puede llegar a ser un momento particularmente imaginativo: qué pasaría si atrás hay alguien, o un balde con agua se nos cayera en la cabeza, como en los dibujitos, ese tipo de fantasías me asaltaron. Pensé que podía encontrar a Don Gustavo. Pero no pasó nada. Nunca apareció, debía estar en su departamento del último piso, cómodo frente al televisor.
         Pensé también que el maletín podía no estar, o estar bajo llave. Mi sospecha se confirmó: no había dado con el, y solo me faltaba revisar un mueble cerrado con candado. Pensé que si abría y no estaba ya no tendría donde buscar, y dejaría huellas imborrables. Pero soy de naturaleza optimista y, por lo demás, ya estaba enteramente jugado: crucé el candado con la pata de una silla y la giré con esmero. Primero cedieron las bisagras del mueble, después saltó el candado. El maletín descansaba en el segundo estante. Lo abrí. Nunca vi, ni creo volver a ver, tanta plata junta. Salí del edificio, me acuerdo bien, silbando un tango. Silbando Malena.
       En el bar no estaba ninguno de mis compañeros. Ya ve que mi historia carece de suspenso y yo no sé inventar, considéreme un narrador flojo. Me senté, puse el maletín entre las piernas, pedí un café en vaso y un tostado. El bar estaba lleno, el partido no había empezado. Mi plan se desarrollaba con tanta pulcritud que sentí asco, ganas de que algo saliera mal, que un maceta cayera en mi cabeza o algo así, sentirme un poco menos perfecto, más humano.
Apenas empezado el partido se supo que Argentina, que Maradona mejor dicho, iba a pintarle la cara a Inglaterra. A los dos minutos Diego se escapó entre tres ingleses y lo tuvieron que bajar, él mismo hizo el tiro libre, con esfuerzo Shilton desvió un zurdazo que quería ser gol. Diego parecía estar practicando para lo que venía. Después le puso un centro a Ruggeri que no fue gol porque Dios no quiso. Dios quería otra cosa, Dios también parecía estar entrenando para lo que venía.
       El primer tiempo pasó sin goles y sin sobresaltos para mí. Tomé dos cafés. Comenzado el entretiempo terminé el tostado y la jarrita de agua, y me paré. Entonces uno de los mozos no tuvo mejor idea que gritar: “¡¡Ey, ¿te vas González?!!”. Y algunos conocidos escondidos tras banderitas de Argentina o vasos de vino me gritaban cariñosamente que no, que no me podía ir, que a estos ingleses de mierda ahora les metíamos siete para vengarnos de todos los pibes que nos mataron.
       Eran casi las cuatro. El tren salía a las cinco y estaba muy cerca de Retiro, lo cierto era que podía mirar una parte del segundo tiempo. Discutí conmigo, y ganó el hincha de fútbol. Aquí está mi primer gran error. Volví a sentarme, a dejar el saco en el respaldo de la silla, pedí otro café, gritó el cajero que éste me lo invitaban ellos. Sonreí, estaba contento. Pitaba el arbitro el comienzo del segundo tiempo y oí dulces puteadas, cómo vas a venir a esta hora, inconsciente, dale, sentáte que empieza. Entonces una mano en mi hombro y alguien diciendo:
       -¡González! Me parece muy bien que respete las cábalas.
       Me quedé helado.
       Sospecho que Rodríguez entró y se sentó en mi mesa siempre mirando la televisión, por lo que no registró su maletín entre mis piernas Lo miré. Me miró un segundo, sonrió  y volvió a mirar la tele.
       -¿Y? ¿Ganamos o no ganamos? Estaba viéndolo con mi familia, pero como no metimos ningún gol... -alguien gritó que nos calláramos. Se acercó a mi oído, bajó la voz-... como no metimos ningún gol me dije: voy a seguir con la cábala, no sea cosa que perdamos justo con los ingleses, ja, ja, ja. Para colmo me estoy meando encima.
         Y ya no quitó los ojos del televisor.
         Comencé a transpirar. Debía ser el único argentino, el único ser humano en todo el planeta, que no estaba atento al partido. Miraba a los costados, planeaba maneras de salir. El bar rebalsaba de gente.
         -Uy, uy, uy...
         No sé quién gritaba así, pero en la tele se lo veía a Maradona saltando como queriendo ayudar al arquero inglés y entonces la locura, el grito contenido durante los cuarenta y cinco minutos anteriores. Los parroquianos del bar sacudiendo banderitas, pañuelos, y los que no tenían nada era como si de todos modos en ese grito sacudieran algo, un sueño roto o una tristeza. Antes que nada tiré el maletín al piso y lo tapé con mi saco, aprovechando que Rodríguez se abrazaba con alguien de la mesa vecina. Pensé que Maradona había hecho lo que yo: robar a mano tendida delante de todos. Pero él había festejado, nadie lo descubrió y ganábamos uno a cero. Mi trampa, en cambio, estaba a punto de quedar al descubierto.
         Seguimos mirando el partido, y a los dos o tres minutos:
         -No aguanto más. Cuidáme la silla. 
         Dijo Rodríguez, y sentí algo parecido a la felicidad.
         En cuánto entró al baño hice todos los movimientos con precisión milimétrica, como en una danza: me paré, tomé el saco y el maletín, pasé a través de las mesas y fui justamente insultado, saqué de mi bolsillo el dinero para pagar y lo puse en el mostrador y saludé; pero a nadie le importaba que me fuera, ni siquiera al cajero que no se tomó la molestia de contar la plata, sino que la guardó como se la di, con los billetes doblados.
         A ver cómo explico esto. Me remonto a una frase popular: el fútbol es una pasión inexplicable. Me animo a afirmar que toda pasión lo es. Con esta máxima aceptada, le ruego que no trate de comprender lo que voy a contarle sino que se limite a escuchar, quizá me entienda si a usted también le gusta el fútbol. Y sobretodo si miró aquél partido.
         Caminé esquivando personas con los ojos clavados en la tele. Llegué a la puerta y pensé en correr. Me iba de una vez por todas de mi vida aburrida, de mi jefe falso y absurdo. No tuve mejor idea que mirar el bar por última vez, como un gesto de despedida. En esa milésima de segundo está mi otro gran error. Me quedé, si me permite utilizar el término, hipnotizado por lo que veía en la tele.
         Supe, o sentí, o las dos cosas juntas, que no iba a ser pase a Burruchaga o Valdano, que esa pelota iba a terminar en el fondo del arco inglés. Si el gol de unos minutos antes lo había hecho con la mano de Dios, entonces ahora Dios estaba en sus pies, porque esa tarde Dios bajó del cielo a jugar fútbol y se metió en los pies de Maradona. O quizá sería correcto decir los pies del diablo, porque eso parecía Diego: el mismísimo Lucifer hecho persona, corriendo como una pantera por el césped del Estadio Azteca, mientras los ingleses le cedían paso como si llevara encima una granada de mano activada.
         Ríase, piense lo que quiera. Yo también grité el gol. Como no gritarlo. Rodríguez gritaba también, pero a mí y desde la puerta del baño. Intentaba alcanzarme pero no lo dejaban pasar, todos se habían parado y aullaban como lobos en celo.
         Salí disparado. Mientras corría, pensaba que ahora también hacía lo que había hecho Maradona: correr como un enfermo. Tan enfermo como para no estar atento al colectivo que casi me mata. Mire la cicatriz, acá en el brazo. En los días de humedad insulto a la madre del colectivero, que debía ser un marciano, porque no estaba mirando el partido. El recuerdo no es claro. Yo corría y corría y me daba vuelta para ver si era perseguido. En un momento oigo una frenada y de repente paf, la nada. Parece que fue un golpe duro, que el colectivero alcanzó a volantear y por eso me agarró de costado pero igual me di contra el piso y entonces se hizo la oscuridad.
         Cuándo abrí los ojos estaba en un hospital. El brazo y la cabeza me dolían terriblemente. Me sentía débil, liviano. Había un policía a mi costado. Con esfuerzo me senté en la cama. Lo miré. Le pregunté como había salido Argentina.

No hay comentarios:

Publicar un comentario