lunes, 23 de julio de 2012

LOS HÉCTORES


La muerta de peor carácter de todo el cementerio era Ana Maidana de Quintana. En vida, Ana había sido maestra y directora de escuela. Al cementerio había llegado hacía sólo un mes y los problemas con ella comenzaron ese mismo día. 
Tras un breve paseo entre las tumbas Ana tuvo una reacción inesperada: se puso a gritar enojada. Su enojo se debía a una leyenda que vio en una placa de bronce:
¡José, te fuistes, pero sigues vivo en nuestros corasones!
—“Fuistesss” —pronunció Ana, exagerando la ese—. “corasssones?”

Siguió caminando y pocos metros más allá otra leyenda llamó su atención:
Cristina: te recuerdan tu esposo, higos y nietos
—Higos? ¿Los higos recuerdan a Cristina? —dijo Ana, llena de bronca— ¿Qué higuera da higos con sentimientos?
Enseguida la espantó el texto de otra lápida:
¡Querida esposa: nos reuniremos en el más hallá y ceremos felices como acá!
Pero lo que terminó de ponerla frenética fue su propia tumba en la que había varias placas de bronce. En una de ellas, decía:
En memoria de Ana de Quintana, maestra egemplar, que nos encenió todo lo que savemos. Sus ex alunos que tanto la lioran.
—Ahhhh —fue el interminable grito de Ana, que le erizó la piel y le puso los pelos de punta a los muertos y vivos de diez kilómetros a la redonda.
Eran
las siete de la mañana. En ese momento el encargado del cementerio, el señor Héctor Funes, tomaba mates con el sepulturero, señor Héctor Pozos, y el vendedor de flores, señor Héctor Clavel. Eran los únicos seres humanos vivos presentes en el cementerio y, aunque no podían escuchar el grito de un muerto, sí experimentaron un profundo escalofrío. El fuego del calentadorcito se apagó, los pájaros huyeron de los árboles, y un silencio de sepulcro cubrió la escena.
Un muerto ha entrado en cólera –anunció sombrío Héctor Funes, que después de treinta años de ejercer como encargado del cementerio sabia todo lo que se puede saber sobre los muertos.
Héctor Pozos se puso pálido como una lápida de mármol y su vista quedó fijada en la ahora inexistente llama del calentadorcito.
Héctor Clavel saltó a su bicicleta y no dejó de pedalear hasta llegar a su casa.
Mucho se habló ese día sobre esa desagradable sensación experimentada por todos en la ciudad, pero mucho mas se dijo en los siguientes dias, cuando comenzaron a registrarse extraños sucesos: Un quinto grado completo fue perseguido por un libro de gramática que trataba de morderle la cabeza a los pequeños.
A una chica le apareció escrito en la panza la leyenda “las palabras terminadas en aba se escriben con b”.
Un carnicero, que acababa de escribir un cartel anunciando “Azado espesial”, fue atacado por una tira de chorizos que envolvió su cuello como una boa constrictora y trató de asfixiarlo.
Un señor en cuya casa había un cartel que decía “Electrisidad”, fue perseguido dos cuadras por una plancha voladora que trató de quemarle las nalgas.
La ciudad estaba bajo los efectos del pánico. Nadie entendía a qué se debían los ataques para-normales.
Los únicos que tenían un plan para intentar remediar aquello eran los héctores.
Héctor Funes, Héctor Pozos y Héctor Clavel estaban preocupados porque ya casi nadie visitaba el cementerio. Los pocos que lo hacían, pasaban rápido por la tumba de su pariente y no compraban flores ni dejaban propinas. Hubo faflecidos que fueron enterrados en cementerios de localidades ubicadas a 50 o 100 km de allí. El
cementerio de los héctores se desbarrancaba económica y moralmente.
Un día los héctores compraron pinceles, pinturas y una edición usada de “Dudas y errores frecuentes del idioma castellano”, un pequeño manual. Durante una jornada completa se dedicaron a corregir los errores en las lapidas, y una noche, sin que nadie los viera, acarrearon baldes y una escalera por toda la ciudad hasta corregir todos los carteles con errores.
Al principio la gente observó con extrañeza las correcciones en los carteles, pero reaccionó con más temor cuando una maestra jubilada, dijo:
—íEs el fantasma de Ana Maidana de Quintana! Sólo ella podría hacer algo así.
Los tres héctores se juramentaron no contar nunca la verdad.
Ana
volvió a su tumba y se quedó tranquila. Con el tiempo la gente olvidó los ataques fantasmales y volvió a visitar normalmente el cementerio.
Pero para los héctores las cosas ya no volvieron a ser como antes: como contagiados por una maldición (¿la maldición de Ana Maidana de Quintana?), cada vez que veían un error no podían dejar de correr a corregirlo.




De “El colectivo fantasma y otros cuentos de cementerio”
Ricardo Mariño

No hay comentarios:

Publicar un comentario