Es necesario correr algunos riesgos. Sólo entendemos adecuadamente el milagro de la vida cuando permitimos que lo inesperado se manifieste.
Todos los días, Dios nos da –junto con el Sol– un momento en el que es posible cambiar todo lo que nos hace infelices. Todos los días intentamos fingir que no vemos este momento, que no existe, que hoy es igual que ayer y mañana será igual que hoy. Pero el que presta atención descubre el instante mágico. Puede esconderse en el momento de meter la llave en la cerradura, ya por la mañana, o en el silencio que sigue a la cena, o en cualquiera de las mil y una cosas que nos parecen repetidas. Ese momento existe –un momento en el que toda la fuerza de las estrellas nos atraviesa y nos permite hacer milagros–.
La felicidad es a veces un don, pero generalmente es una conquista. El instante mágico nos ayuda a cambiar, nos empuja en la dirección de nuestros sueños. Vamos a sufrir, vamos a pasar por momentos difíciles, vamos a enfrentar muchas desilusiones, pero todo eso es pasajero, inevitable, y acabaremos enorgulleciéndonos de las marcas señaladas por todos los obstáculos. En el futuro podremos mirar hacia atrás con orgullo y fe.
Pobre del que tuvo miedo de correr riesgos. Porque tal vez no se decepcione nunca ni tenga desilusiones ni sufra como los que tienen un sueño que cumplir. Pero cuando mire hacia atrás –porque siempre se acaba mirando hacia atrás–, va a escuchar a su corazón diciendo: «¿Qué hiciste con los milagros que Dios sembró a lo largo de tus días? ¿Qué hiciste con los talentos que tu Maestro te confió? Los enterraste bien hondo en una fosa, porque tenías miedo de perderlos. Por lo tanto, ésta es tu herencia: la certeza de que desperdiciaste tu vida».
Pobre del que llega a escuchar estas palabras. Porque entonces creerá en los milagros, pero los instantes mágicos de su vida ya habrán pasado. Tenemos que escuchar al niño que fuimos un día y que aún existe en nuestro interior. Este niño sabe de instantes mágicos. Podemos sofocar su llanto, pero no podremos acallar su voz.
Si no nacemos de nuevo, si no volvemos a mirar la vida con la inocencia y el entusiasmo de la infancia, la vida deja de tener sentido.
Existen muchas maneras de suicidarse. Los que intentan asesinar su cuerpo ofenden la ley de Dios. Los que procuran matar su alma también ofenden la ley de Dios, aunque su crimen resulte menos visible a los ojos de los hombres.
Pongamos atención en lo que nos dice el niño que llevamos guardado en el pecho. No nos avergoncemos por su causa. No debemos dejar que tenga miedo por estar solo o porque casi nunca lo escuchamos.
Vamos a permitir que tome un poco las riendas de nuestra existencia. Este niño sabe bien que cada día es diferente del anterior.
Vamos a hacer que se sienta nuevamente querido. Vamos a agradarlo, aunque eso signifique actuar de forma algo insólita para nosotros mismos, aunque los demás consideren que estamos haciendo tonterías.
Recuerden que la sabiduría de los hombres Dios la ve como locura. Si escuchamos al niño que tenemos en el alma, nuestra mirada volverá a brillar. Si no perdemos el contacto con este niño, no perderemos el contacto con la vida.
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