La
amistad es una cualidad que amplía nuestra humanidad. Es el primer paso que nos
hace salir del sentimiento de soledad en medio de la multitud. Hoy, más que
nunca, tener amigos contribuye a fomentar en nosotros valores como la
generosidad y la solidaridad, que nos hacen ser más humanos.
Un
contrato de libertad
Actualmente
se llama amistad a una gran variedad de relaciones profesionales, de vecindad,
políticas, religiosas o deportivas; pero la verdadera amistad no puede ser
sustituida por relaciones puntuales de afinidad, pues, como escribió Voltaire,
aquélla es "un contrato tácito entre dos personas sensibles y virtuosas...
ya que los malvados sólo tienen cómplices; los sensuales, compañeros de juerga;
los codiciosos, asociados, y los políticos reúnen a su alrededor a sus
partidarios".
Si
el amor universal es una aspiración, o el logro privilegiado de unos pocos, la
amistad es patrimonio de todo ser libre. Es un capital al alcance de cualquier
persona, por el que no hay que pagar intereses. Sólo exige autenticidad. Nadie
puede obligarnos a ser amigos de alguien, ya que no se pueden forzar los
afectos y éstos nunca engañan. Sabemos desde el fondo de nosotros cuándo son
recíprocos y cuándo no. Cuando salta la chispa de la amistad, se produce el
milagro de un amor sublime, que podemos dirigir a varias personas, sin la
exclusividad característica del enamoramiento. Elegimos y somos elegidos por
empatía, por el simple gusto de compartir la alegría de cada encuentro. Todos
podemos recordar aquellas amistades de infancia en que proyectábamos el ideal
que queríamos ser, aquellos compañeros de juego insustituibles, nuestras almas
gemelas, sin los cuales toda fiesta parecía perder su salsa. Cuando tenemos la
suerte de haber conservado a alguno de ellos o la fortuna de que se produzca el
reencuentro fortuito, es fascinante recuperar aquellos recuerdos ya perdidos,
pero que conformaron nuestros primeros afectos e influyeron en nuestra forma de
relacionarnos en el mundo.
Con
los amigos y amigas de la adolescencia llegamos a compartir nuestros secretos
más recónditos y empezamos a descubrir los entresijos del universo adulto.
Fueron, y fuimos para ellos, el mejor refugio de las primeras soledades del
alma, los confidentes de dudas y perplejidades, los cómplices de aquellos
enamoramientos primerizos y de los éxtasis y desazones que éstos nos
producían. Con el paso de los años, los
cambios de residencia, de intereses y de vida en general, han ido disolviendo
en la memoria antiguas amistades y haciendo surgir otras en un incesante río de
afectos. Han ido cambiando los nombres y las caras, pero no la calidad del dar
y recibir, ni la intensidad de la alegría de cada encuentro. Ni, sobre todo, su
carácter de gratuidad esencial.
¿Amigos
para siempre?
La
amistad es un trayecto que recorremos en compañía. Es como un viaje de dos
compañeros de ruta que les lleva a parajes familiares o desconocidos y, a
menudo, a remansos de paz en momentos de abatimiento o incertidumbre. ¿Quién
mejor que un amigo puede acoger el flujo y el reflujo de nuestras mareas, esos
estados internos de plenitud o de retirada que sólo él reconoce? Esos momentos
de presencia silenciosa, sin propósitos definidos, son los mejores cimientos de
una amistad estable.
El
sustrato de la auténtica amistad adulta es tan fuerte que perdura a pesar de la
distancia o de los años transcurridos sin verse. ¡Cuántas veces hemos
reencontrado al amigo al cabo de mucho tiempo y todo recomenzó donde se había
dejado la última vez! En ese momento sólo nos ha importado la magia del
instante; los acontecimientos desconocidos del pasado pueden resumirse en unas
cuantas frases. Hemos comprobado que seguía la intensidad del brillo de la
mirada y que se nos aceleraban mutuamente los latidos del
corazón.
Recientemente
una mujer recién divorciada se encontró en uno de sus días de soledad con un
antiguo amigo de la infancia, que también había sido un amor platónico
adolescente. Al cabo de veinte años, pasaron toda una noche charlando amigablemente
¡ante una simple botella de agua mineral! No hizo falta nada más: estaban
siendo testigos de su propia existencia, espejos recíprocos de su evolución.
Pero
lo normal es que el ejercicio de la amistad requiera un cultivo frecuente y un
cierto grado de intimidad. Las reuniones numerosas de amigos no suelen ser
terrenos propicios a la verdadera amistad, pues es difícil saltar los límites
de las pautas de comunicación grupal, que suele quedarse siempre en el umbral de
lo que es adecuado.
De
igual a igual
Hace
ya más de 2.500 años, Confucio caracterizó las relaciones de amistad como las
únicas que no estaban sometidas a ningún tipo de jerarquía. En efecto, cuando
se relacionan como amigas personas de diferente cultura, profesión o posición
económica, olvidan momentáneamente su condición social. La amistad lo iguala
todo, pues no se basa esencialmente en la necesidad, sino en el gozo que
hallan los amigos en el estar juntos, jugar, crear, o simplemente escuchar con
igual placer las palabras y los silencios recíprocos.
Todos
hemos recurrido alguna vez a algún amigo, en caso de necesidad. También han
recurrido a nosotros y, cuando hemos dado y nos han dado de corazón, no se ha
roto la igualdad, ni nos hemos convertido en acreedores o deudores, porque se
ha mantenido la libertad recíproca de decir sí o de decir no. Es en estas
circunstancias cuando se pone a prueba la relación. Más de una amistad ha
terminado por préstamos de dinero exigidos, denegados o no pagados. La
sabiduría popular ha inventado para estos casos el refrán: "Entre amigos,
contratos de enemigos", es decir, si se quiere conservar una amistad,
mejor mantener las cosas claras desde el principio y con condiciones severas,
sobre todo en relaciones de negocios.
Quizá
sea por las decepciones sufridas por lo que algunas personas prefieren la
amistad de un perro, siempre obediente y fiel, al libre albedrío de un amigo,
que, si lo es de verdad, nos sorprenderá siempre siendo él mismo, sin
encerrarse ni encerrarnos en la estrecha prisión de las obligaciones y de los
reproches. En caso contrario es cuando se nos pone "cara de pocos
amigos", pues no hay molestia mayor en la amistad que tener que justificar
los propios actos.
Para
Cicerón, por el contrario, el peor flagelo de la amistad era "el halago y
la adulación". Cuando recibimos excesivos elogios de un amigo, podríamos
preguntarnos qué es lo que pretende de nosotros. De hecho, la exageración
produce incomodidad, ya que lo que necesitamos del amigo es que sea un espejo
fiel, capaz de reflejar nuestro potencial, lo mismo que nuestros defectos. Es
así como nos expandimos y no nos estereotipamos. A veces nos distanciamos de
ciertos amigos por la exageración de sus halagos. Lo hacemos, cuando caemos en
la cuenta de la sutil manipulación que supone verse en la obligación de
"dar la talla" para responder permanentemente a sus expectativas y
demandas.
La
amistad debe hacernos tocar tierra, revelarnos el rostro real, aunque suavizado
por la comprensión y la aceptación. Es esa benevolencia cariñosa la que nos
arrastra hacia la realización de nuestro potencial más genuino. Cuando los
reflejos son recíprocamente transparentes, nos alegramos por las mismas
alegrías, nos entristecemos por las mismas penas y soñamos juntos los mismos
sueños.
Muchas
veces es nuestra pareja la que se convierte tras largos años de convivencia en
una amistad privilegiada. Cuando se han superado los altibajos de la pasión y
de la convivencia cotidiana, cuando se han atravesado juntos cumbres y valles y
se han afrontado nacimientos y muertes en común, se refuerza el vínculo del
amor con el nexo de la amistad.
Crisis,
reconciliaciones y rupturas
Existen
rupturas por palabras, actos u omisiones que quiebran el delicado hilo con el
que tejemos día a día la trama de la amistad. Paul Cézanne, por ejemplo, cuya
obra pictórica sólo fue reconocida después de su muerte, nunca pudo perdonar a
su amigo Émile Zola que le reflejase en una de sus novelas como un pintor
fracasado. Atrás quedaron hechos añicos más de treinta años de fecunda amistad,
que habían abierto nuevos horizontes en el campo de la literatura y de la
pintura.
Son
las duras pruebas de la amistad. Cuando se confía en el amigo, haga lo que
haga, siempre puede uno abrirse a sus razones ocultas que ignoramos, a sus
disculpas o a una eventual reparación del error cometido.
La
separación de una pareja también constituye una prueba para los amigos comunes,
que han de emplear todo su tacto para acompañar a ambas partes en esos momentos
de dificultad. En algunos casos extraordinarios los excónyuges mantienen una
amistad después de separarse; es entonces un regalo el poder encontrarse con
ambos miembros de la expareja en una misma reunión y, ¡a veces! con más armonía
que antes.
Las
pérdidas de amistades son siempre dolorosas. No hay peor enemigo que el examigo
envidioso o agraviado. En estos casos, o se encierran los agravios en el sótano
del rencor o se dejan caer blandamente en el hondo pozo del olvido, ya que
cuando se pierde una amistad, perdemos una parte de nosotros. Pero la mayoría
de las veces, se van abandonando antiguas amistades sin rupturas traumáticas,
simplemente porque corresponden a épocas de nosotros mismos cuya página hemos
pasado definitivamente. ¿Quién no ha repasado a principios del año viejas
agendas y ha tenido que tachar direcciones de viejos amigos por constatar que
ya se había enfriado el mutuo afecto de otros tiempos? ¿O tal vez sólo fueran
conocidos asiduos?
El
poder transformador de la amistad
A
veces las amistades son como nubes nómadas que se acercan y se alejan según los
vientos caprichosos del destino. Pero esa fusión momentánea nos hace incorporar
jirones recíprocos de nuestra esencia. Son esos libros de cabecera, esas
recetas de cocina, las nuevas costumbres que adoptamos o las músicas que nos
descubrieron y de las que ya no podemos pasar; pero sobre todo, son esos
elementos de nosotros mismos que hemos agregado a nuestra forma de ser y de
vivir.
Algunos
amigos son como árboles firmemente enraizados que, a sol y a sombra, acogen el
incesante ir y venir de nuestro nomadismo, permaneciendo durante años en el
mismo lugar. Como si fueran un oasis tranquilo, nos confirman que lo mejor de
la existencia sigue siempre igual y es inagotable.
Desirée
Lieven, exilada rusa en París desde los años cincuenta, cumplió este papel
durante los últimos cuarenta años de su vida. La confianza que Sartre, Simone
de Beauvoir y Arthur Koestler depositaban en ella hacía que pudiera firmar
comunicados de prensa con sus nombres y sin consultarles previamente, en pro
de las más diversas causas de solidaridad. Su casa siempre estuvo abierta a
emigrantes y refugiados, sin distinción de nacionalidad o condición social.
Con cada uno establecía una amistad singular y única. Los huecos que dejan la
pérdida definitiva de una amistad de esta naturaleza sólo pueden llenarse
cuando incorporamos su apertura y bondad generosas.
Sembrar
amigos por el mundo es recoger sonrisas y comprensión, de manera que éste deje
de ser un lugar ancho y ajeno para convertirse un hogar cálido y familiar. Es
como establecer una gran cadena que nos hace salir de la soledad y conectarnos
con toda la Humanidad,
gracias a los eslabones más próximos constituidos por los amigos.
Como
escribió el gran poeta y místico libanés Jalil Gibran, la más elevada finalidad
de la amistad es "la maduración del espíritu..., la revelación del misterio
del amor". Un amor sin fronteras ni límites, que empieza a hacerse visible
en los amigos más cercanos.
Alfonso
Colodrón