martes, 15 de octubre de 2013

LA AMISTAD EN TIEMPOS DE SOLEDAD


          La amistad es una cualidad que amplía nuestra humanidad. Es el primer paso que nos hace salir del sentimiento de soledad en medio de la multitud. Hoy, más que nunca, tener amigos contribuye a fomentar en nosotros valores como la generosidad y la solidaridad, que nos hacen ser más humanos.

Un contrato de libertad

         Actualmente se llama amistad a una gran variedad de relaciones profesio­nales, de vecindad, políticas, religiosas o deportivas; pero la verdadera amistad no puede ser sustituida por relaciones puntuales de afinidad, pues, como escribió Voltaire, aquélla es "un contrato tácito entre dos personas sensibles y virtuosas... ya que los malvados sólo tienen cómplices; los sensuales, compañeros de juerga; los codiciosos, asociados, y los políticos reúnen a su alrededor a sus partidarios".

         Si el amor universal es una aspiración, o el logro privilegiado de unos pocos, la amistad es patrimonio de todo ser libre. Es un capital al alcance de cualquier persona, por el que no hay que pagar intereses. Sólo exige autenticidad. Nadie puede obligarnos a ser amigos de alguien, ya que no se pueden forzar los afectos y éstos nunca engañan. Sabemos desde el fondo de nosotros cuándo son recíprocos y cuándo no. Cuando salta la chispa de la amistad, se produce el milagro de un amor sublime, que podemos dirigir a varias personas, sin la exclusividad característica del enamoramien­to. Elegimos y somos elegidos por empatía, por el simple gusto de compartir la alegría de cada encuentro.      Todos podemos recordar aquellas amistades de infancia en que proyectábamos el ideal que queríamos ser, aquellos compañeros de juego insustituibles, nuestras almas gemelas, sin los cuales toda fiesta parecía perder su salsa. Cuando tenemos la suerte de haber conservado a alguno de ellos o la fortuna de que se produzca el reencuentro fortuito, es fascinante recuperar aquellos recuerdos ya perdidos, pero que conformaron nuestros primeros afectos e influyeron en nuestra forma de relacionarnos en el mundo.

         Con los amigos y amigas de la adolescencia llegamos a compartir nuestros secretos más recónditos y empezamos a descubrir los entresijos del universo adulto. Fueron, y fuimos para ellos, el mejor refugio de las primeras soledades del alma, los confidentes de dudas y perpleji­dades, los cómplices de aquellos enamoramientos primerizos y de los éxtasis y desazones que éstos nos producían.      Con el paso de los años, los cambios de residencia, de intereses y de vida en general, han ido disolviendo en la memoria antiguas amistades y haciendo surgir otras en un incesante río de afectos. Han ido cambiando los nombres y las caras, pero no la calidad del dar y recibir, ni la intensidad de la alegría de cada encuentro. Ni, sobre todo, su carácter de gratuidad esencial.

¿Amigos para siempre?

         La amistad es un trayecto que recorremos en compañía. Es como un viaje de dos compañeros de ruta que les lleva a parajes familiares o desconocidos y, a menudo, a remansos de paz en momentos de abatimiento o incertidum­bre. ¿Quién mejor que un amigo puede acoger el flujo y el reflujo de nuestras mareas, esos estados internos de plenitud o de retirada que sólo él reconoce? Esos momentos de presencia silenciosa, sin propósitos definidos, son los mejores cimientos de una amistad estable.

         El sustrato de la auténtica amistad adulta es tan fuerte que perdura a pesar de la distancia o de los años transcurridos sin verse. ¡Cuántas veces hemos reencontrado al amigo al cabo de mucho tiempo y todo recomenzó donde se había dejado la última vez! En ese momento sólo nos ha importado la magia del instante; los acontecimientos desconoci­dos del pasado pueden resumirse en unas cuantas frases. Hemos comprobado que seguía la intensidad del brillo de la mirada y que se nos aceleraban mutuamente los latidos del corazón.   

          Recientemente una mujer recién divorciada se encontró en uno de sus días de soledad con un antiguo amigo de la infancia, que también había sido un amor platónico adolescente. Al cabo de veinte años, pasaron toda una noche charlando amigable­mente ¡ante una simple botella de agua mineral! No hizo falta nada más: estaban siendo testigos de su propia existencia, espejos recíprocos de su evolución.

         Pero lo normal es que el ejercicio de la amistad requiera un cultivo frecuente y un cierto grado de intimidad. Las reuniones numerosas de amigos no suelen ser terrenos propicios a la verdadera amistad, pues es difícil saltar los límites de las pautas de comunica­ción grupal, que suele quedarse siempre en el umbral de lo que es adecuado.

De igual a igual

         Hace ya más de 2.500 años, Confucio caracterizó las relaciones de amistad como las únicas que no estaban sometidas a ningún tipo de jerarquía. En efecto, cuando se relacionan como amigas personas de diferente cultura, profesión o posición económica, olvidan momentánea­mente su condición social. La amistad lo iguala todo, pues no se basa esencial­mente en la necesidad, sino en el gozo que hallan los amigos en el estar juntos, jugar, crear, o simplemente escuchar con igual placer las palabras y los silencios recíprocos.

         Todos hemos recurrido alguna vez a algún amigo, en caso de necesidad. También han recurrido a nosotros y, cuando hemos dado y nos han dado de corazón, no se ha roto la igualdad, ni nos hemos convertido en acreedores o deudores, porque se ha mantenido la libertad recíproca de decir sí o de decir no. Es en estas circunstancias cuando se pone a prueba la relación. Más de una amistad ha terminado por préstamos de dinero exigidos, denegados o no pagados. La sabiduría popular ha inventado para estos casos el refrán: "Entre amigos, contratos de enemigos", es decir, si se quiere conservar una amistad, mejor mantener las cosas claras desde el principio y con condiciones severas, sobre todo en relaciones de negocios.

         Quizá sea por las decepciones sufridas por lo que algunas personas prefieren la amistad de un perro, siempre obediente y fiel, al libre albedrío de un amigo, que, si lo es de verdad, nos sorprenderá siempre siendo él mismo, sin encerrarse ni encerrarnos en la estrecha prisión de las obligaciones y de los reproches. En caso contrario es cuando se nos pone "cara de pocos amigos", pues no hay molestia mayor en la amistad que tener que justificar los propios actos.
         Para Cicerón, por el contrario, el peor flagelo de la amistad era "el halago y la adulación". Cuando recibimos excesivos elogios de un amigo, podríamos preguntarnos qué es lo que pretende de nosotros. De hecho, la exageración produce incomodidad, ya que lo que necesitamos del amigo es que sea un espejo fiel, capaz de reflejar nuestro potencial, lo mismo que nuestros defectos. Es así como nos expandimos y no nos estereotipamos. A veces nos distanciamos de ciertos amigos por la exageración de sus halagos. Lo hacemos, cuando caemos en la cuenta de la sutil manipulación que supone verse en la obligación de "dar la talla" para responder permanentemente a sus expectati­vas y demandas.

         La amistad debe hacernos tocar tierra, revelarnos el rostro real, aunque suavizado por la comprensión y la aceptación. Es esa benevolen­cia cariñosa la que nos arrastra hacia la realización de nuestro potencial más genuino. Cuando los reflejos son recíprocamente transparentes, nos alegramos por las mismas alegrías, nos entristece­mos por las mismas penas y soñamos juntos los mismos sueños.

         Muchas veces es nuestra pareja la que se convierte tras largos años de convivencia en una amistad privilegia­da. Cuando se han superado los altibajos de la pasión y de la convivencia cotidiana, cuando se han atravesado juntos cumbres y valles y se han afrontado nacimientos y muertes en común, se refuerza el vínculo del amor con el nexo de la amistad.

Crisis, reconciliaciones y rupturas

         Existen rupturas por palabras, actos u omisiones que quiebran el delicado hilo con el que tejemos día a día la trama de la amistad. Paul Cézanne, por ejemplo, cuya obra pictórica sólo fue reconocida después de su muerte, nunca pudo perdonar a su amigo Émile Zola que le reflejase en una de sus novelas como un pintor fracasado. Atrás quedaron hechos añicos más de treinta años de fecunda amistad, que habían abierto nuevos horizontes en el campo de la literatura y de la pintura.

         Son las duras pruebas de la amistad. Cuando se confía en el amigo, haga lo que haga, siempre puede uno abrirse a sus razones ocultas que ignoramos, a sus disculpas o a una eventual reparación del error cometido.

         La separación de una pareja también constituye una prueba para los amigos comunes, que han de emplear todo su tacto para acompañar a ambas partes en esos momentos de dificultad. En algunos casos extraordinarios los excónyuges mantienen una amistad después de separarse; es entonces un regalo el poder encontrarse con ambos miembros de la expareja en una misma reunión y, ¡a veces! con más armonía que antes.

         Las pérdidas de amistades son siempre dolorosas. No hay peor enemigo que el examigo envidioso o agraviado. En estos casos, o se encierran los agravios en el sótano del rencor o se dejan caer blandamente en el hondo pozo del olvido, ya que cuando se pierde una amistad, perdemos una parte de nosotros. Pero la mayoría de las veces, se van abandonando antiguas amistades sin rupturas traumáticas, simplemente porque correspon­den a épocas de nosotros mismos cuya página hemos pasado definiti­vamente. ¿Quién no ha repasado a principios del año viejas agendas y ha tenido que tachar direcciones de viejos amigos por constatar que ya se había enfriado el mutuo afecto de otros tiempos? ¿O tal vez sólo fueran conocidos asiduos?

El poder transformador de la amistad

         A veces las amistades son como nubes nómadas que se acercan y se alejan según los vientos caprichosos del destino. Pero esa fusión momentánea nos hace incorporar jirones recíprocos de nuestra esencia. Son esos libros de cabecera, esas recetas de cocina, las nuevas costumbres que adoptamos o las músicas que nos descubrieron y de las que ya no podemos pasar; pero sobre todo, son esos elementos de nosotros mismos que hemos agregado a nuestra forma de ser y de vivir.

         Algunos amigos son como árboles firmemente enraizados que, a sol y a sombra, acogen el incesante ir y venir de nuestro nomadismo, permanecien­do durante años en el mismo lugar. Como si fueran un oasis tranquilo, nos confirman que lo mejor de la existencia sigue siempre igual y es inagotable.

         Desirée Lieven, exilada rusa en París desde los años cincuenta, cumplió este papel durante los últimos cuarenta años de su vida. La confianza que Sartre, Simone de Beauvoir y Arthur Koestler depositaban en ella hacía que pudiera firmar comunica­dos de prensa con sus nombres y sin consultarles previamente, en pro de las más diversas causas de solidaridad. Su casa siempre estuvo abierta a emigrantes y refugiados, sin distinción de nacionali­dad o condición social. Con cada uno establecía una amistad singular y única. Los huecos que dejan la pérdida definitiva de una amistad de esta naturaleza sólo pueden llenarse cuando incorporamos su apertura y bondad generosas.

         Sembrar amigos por el mundo es recoger sonrisas y comprensión, de manera que éste deje de ser un lugar ancho y ajeno para convertirse un hogar cálido y familiar. Es como establecer una gran cadena que nos hace salir de la soledad y conectarnos con toda la Humanidad, gracias a los eslabones más próximos constituidos por los amigos.

         Como escribió el gran poeta y místico libanés Jalil Gibran, la más elevada finalidad de la amistad es "la maduración del espíritu..., la revelación del misterio del amor". Un amor sin fronteras ni límites, que empieza a hacerse visible en los amigos más cercanos.


 Alfonso Colodrón




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