lunes, 2 de febrero de 2015

Falacias del ensueño futurista

Carr analiza las variadas tecnologías con las que interactuamos en la vida cotidiana para dudar de la confianza ciega que se deposita en ellas
Por   | Para LA NACION



Las nuevas tecnologías están alejándonos del mundo real, afectando nuestras habilidades y volviéndonos dependientes. En la medida en que deciden por nosotros, más que sus amos, estamos convirtiéndonos en sus esclavos. Éstos son, en esencia, los puntos centrales del nuevo libro de Nicholas Carr, Atrapados. Cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas.
El foco de su preocupación es la digitalización de diferentes mecanismos: el GPS de autos y barcos, las calculadoras, el piloto automático de los aviones, el corrector de ortografía del procesador de texto. Es una lista larga y variada de tecnologías con las que interactuamos en nuestra vida cotidiana o en nuestro desempeño profesional: Carr acerca aplicaciones triviales y cruciales, personales y sistémicas. El abanico de tecnologías consideradas resulta una debilidad argumentativa. De algunas podemos privarnos voluntariamente; de otras, no. Algunas hacen a nuestra comodidad; otras, a la supervivencia.
La otra cara de esta mezcolanza es que deja en evidencia aspectos básicos de la relación entre humanos y máquinas. Aquí, la debilidad del razonamiento de Carr se convierte en fortaleza, porque le permite mostrar que una misma problemática subyace en el uso de tecnologías muy distintas. La palabra que unifica todo es "automatización", que de manera muy sintética puede definirse como la incorporación de computadoras en aparatos y dispositivos, que se hacen cargo del control de distintos procesos. No se trata solamente de que usamos herramientas para hacer -una capacidad que nos caracteriza como especie desde que dejamos las cavernas- sino de que delegamos en ellas la dirección de esas acciones.

LA CARA OCULTA

Carr es un autor difícil de definir: publica notas y columnas en medios para todo público como The Guardian, The Wall Street Journal o The New York Times, pero también en medios especializados, como MIT Technology Review. Con un máster en Lengua y Literatura, llegó a ser editor de Harvard Business Review y miembro del consejo consultivo de la Enciclopedia Británica. También asesoró al Foro Económico Mundial.
Ha publicado varios libros influyentes, en los que dirigió la atención a la cara oculta de las nuevas tecnologías de la información y las telecomunicaciones, lo que no se promociona ni aparece en las utopías de los tecnofílicos y los magnates de Sillicon Valley. Su nombre ganó fama mundial por Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, publicado en 2010, finalista del premio Pulitzer y traducido a más de veinte idiomas. La obra fue muy discutida pero poco comprendida, a pesar de la claridad prístina de su tesis central: que las tecnologías interactivas, con su carácter ubicuo y demandante -celulares inteligentes, tablets, notebooks y netbooks con acceso a Internet-, constituyen un ambiente de distracción, que afecta nuestra concentración y amenaza nuestro modo de pensar.
Apoyándose en autores como Marshall McLuhan, Walter Ong y Neil Postman, representantes de la "ecología de los medios" -un enfoque sobre la comunicación que pone énfasis en el análisis de las tecnologías- Carr sostuvo en Superficiales que las tecnologías interactivas interfieren con un modo de leer, la lectura lineal o profunda, que fue una conquista fundamental de la cultura occidental, resultado de una tecnología revolucionaria: la imprenta. En efecto, la disponibilidad de libros hizo posible la ecuación un lector-un libro, que abrió el camino a la lectura en silencio y en soledad. Desde el punto de vista del funcionamiento cerebral, la lectura profunda es única, y permite un nivel de concentración y un rigor de pensamiento que resultaron inéditos en la historia. Esta conquista intelectual resultaría amenazada por el entorno distractivo de las tecnologías interactivas, con consecuencias que apenas estaríamos empezando a ver.
En esta línea, Atrapados representa un paso más allá, al explorar el impacto de las computadoras en diversos ámbitos de acción. El término "automatización" -que, extrañamente, no aparece en el título en español pero tampoco en el original en inglés, tan poético: The Glass Cage, "La celda de cristal"- es una incorporación reciente, que se atribuye a los ingenieros de Ford. Viene inmediatamente a la memoria la escena de pesadilla de Tiempos modernos, con un Chaplin ajustando tuercas al ritmo que le impone la línea de montaje: el operario reducido a herramienta, a mera pieza de una maquinaria enorme y de vida autónoma.
En el siglo XX, distintos autores -de Martin Heidegger a Herbert Marcuse, de Jacques Ellul a Andrew Feenberg- reflexionaron sobre los efectos alienantes de estos fenómenos. Carr actualiza esas inquietudes y les da nuevo fundamento al analizar cómo la automatización puede tener efectos no sólo en operarios de baja especialización como el personificado por Chaplin, sino también en profesionales que han recibido un entrenamiento exigente y prolongado, como los pilotos de avión. Refiere puntualmente dos accidentes recientes ocasionados por la incapacidad de los comandantes de responder ante una situación sorpresiva.
El primero ocurrió en febrero de 2009, en un vuelo de Continental Connection entre Newark y Buffalo, en Estados Unidos. En la maniobra de descenso, el avión perdió altura bruscamente, lo que hizo que se desconectara el piloto automático, como corresponde en situaciones de emergencia. Sólo que el comandante, desconcertado, no supo cómo actuar: llevó los controles hacia atrás, agudizando la pérdida de sustentación y precipitando la caída. Murieron 49 personas.
Algo similar ocurrió en mayo de ese año con un vuelo de Air France de Río de Janeiro a París, que cayó en el Atlántico también por una mala reacción del copiloto ante una pérdida de velocidad, lo que causó la muerte de 228 personas. Tras investigar las causas de estos y otros accidentes, la administración aérea de Estados Unidos emitió un alerta en que recomendaba a las compañías aéreas que incentivaran las operaciones de vuelo manual: tanto piloto automático parecía estar afectando las capacidades de los comandantes.

CUANTO MEJOR, PEOR

Carr describe dos tendencias que están detrás de nuestros errores: la complacencia automatizada y el sesgo por la automatización. La primera ocurre cuando nos abandonamos a la perfección de las máquinas y dejamos de supervisar su funcionamiento: confiamos ciegamente. "Nos desenganchamos de nuestro trabajo, o al menos de la parte de él que maneja el software, y podemos como resultado de ello perdernos señales de que algo va mal", explica. Y da ejemplos que van del campo de batalla a la conducción de barcos -¡ay, la peligrosa fascinación del GPS!-, pasando por la experiencia cotidiana de confiar en el corrector del Word.
El sesgo por la automatización es el complemento perfecto: creemos más en lo que dice la computadora que en lo que dicen nuestros sentidos. No revisamos los cálculos de la máquina y la tratamos como infalible. En caso de mal funcionamiento, desconfiamos de nosotros antes que de la máquina.
Podría argumentarse que la automatización no sólo ha facilitado muchísimas actividades sino que además ha servido para prevenir un sinnúmero de accidentes provocados por el factor humano. Carr no lo niega. Sin embargo, lo paradójico, lo dramático de nuestra relación con las máquinas es que, cuanto más eficientes son, más confiamos en ellas y, por lo tanto, más expuestos quedamos en casos de fallo. "Tanto la complacencia como el sesgo tienden a agudizarse con el aumento de la calidad y fiabilidad de un sistema automatizado", sostiene Carr.
Otra paradoja es que la facilidad de manejo, el carácter crecientemente "amigable" de las tecnologías, nos deja inermes ante su poder. La complejidad de sus mecanismos internos queda fuera de nuestro alcance: ni siquiera somos capaces de imaginarnos la miríada de procesos que ocurren en su interior, que quedan ocultos, en palabras de Carr, por "la simplicidad astutamente concebida de la pantalla, de la interfaz de fácil manejo y sin fricciones".
Pero el riesgo de la automatización creciente no consiste sólo en que perdemos seguridad al confiar excesivamente en la eficiencia de las máquinas, ni en que quedamos ciegos y desarmados frente a la sencillez de su manejo, ni en que dilapidamos capacidades adquiridas con mucho esfuerzo al trasladarles tareas de alta complejidad. Carr destaca otros dos efectos indeseables: frívolo uno, ominoso el otro.
El primero es el aburrimiento. Sí, en la era del entretenimiento universal y compulsivo, el hecho de apoyarnos tanto en lo que las máquinas pueden hacer por nosotros, en todo lo que nos quitan de las manos, tiene como resultado el tedio. No por no tener nada que hacer: allí están los jueguitos, el chat, las redes sociales, los videos de YouTube, la música. Pero los estudios que cita Carr muestran que las actividades que demandan una baja atención no resultan del todo satisfactorias. Sólo cuando estamos realmente sumergidos en una tarea que nos interesa y nos exige cuidado, que representa un desafío y nos genera un poquito de estrés -en fin, que nos cuesta- experimentamos el "éxtasis del flujo": un estado de concentración profunda exclusivo de esos momentos en que estamos completamente implicados en lo que estamos haciendo.
El segundo riesgo es que dejamos decisiones morales en las máquinas. Carr da como ejemplo una tecnología de hoy, una cortadora de césped robótica: no sólo puede abatir hojas y tallos, sino también insectos y todo pequeño bicho que camina. "La mayoría de las personas, si avistan un sapo o un ratón de campo mientras cortan el césped, tomarán una decisión consciente de salvar al animal, y si lo atropellasen por accidente se sentirían mal por ello. Una cortadora robótica mata sin contemplaciones", alerta.
Y también ilustra con una tecnología del mañana, los autos que se conducen solos. No se trata de una fantasía: el sistema, desarrollado por Google, fue instalado en Toyota Prius y ya han recorrido 150.000 kilómetros en rutas y autopistas de California y Nevada. La cuestión es: ¿cómo podrían reaccionar ante el cruce de un animal silvestre o una mascota? ¿Van a decidir por sí solos si evadirlo, arriesgando un vuelco, o atropellarlo y mantener la estabilidad del vehículo y la seguridad de los pasajeros?
Atrapados no es la obra definitiva sobre nuestra relación con las máquinas. Tiene poca profundidad teórica y un estilo expositivo que abusa de la anécdota. Pero deja planteadas preguntas fundamentales: logra despertarnos de nuestro ensueño futurista al poner en evidencia las falacias en que se apoya..

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