viernes, 5 de diciembre de 2014

Miguel de Unamuno / Sobre la necesidad de pensar

(Publicado en Nuevo Mundo, Madrid, 24 de diciembre, 1915)
El hombre estuvo aquel día inspiradísimo. Pocas veces habrían brotado de su boca de conversacionista frases más penetrantes, metáforas más nuevas y que, a la vez, pareciesen seculares –tan naturales eran-, paradojas más profundas, apóstrofes más apasionados. A ratos le temblaba la voz con un tembloteo que seguía el ritmo de las pulsaciones del corazón: otras veces le lloraba. Su pensamiento se desnudaba cínico y dolorido para estallar luego en una carcajada trágica.
Juan se le quedó mirando y al fin le dijo:
-¡Muy bien! No recuerdo haberle oído a usted mejor. Me ha hecho usted pasar una tarde inolvidable. Pero no crea usted que me ha convencido.
El hombre midió a Juan con la mirada y le contestó:
-Ni eso importa nada a mi propósito.
-¿Cómo que no? –replicó Juan.
-No, señor mío –añadió el hombre con una dulce firmeza-; no me importa nada el no haberle convencido a usted. Yo no hablaba para convencerle a usted.
-Entonces, ¿para qué?
-Yo hablaba tal vez para convencerme a mí mismo, pero en todo caso para ejercitarme en la conversación y para pensar. Porque yo, señor mío, necesito pensar en voz alta, necesito que mis palabras, pronunciadas en alta voz, exciten mi pensamiento.
-Podría usted hablar solo y en alta voz en su cuarto –exclamó Juan.
-No –replicó el hombre-, solamente los locos hablan así, a solas, sin tener quien los oiga. Y yo, aunque hable, en rigor, como los locos, a solas, necesito tener quien me oiga y espiar su mirada, y observar el efecto que en él produjo, y recibir sus interrupciones, y el acicate de sus réplicas. Necesito público, aunque sólo sea de una persona, y esta tarde usted ha sido el público de mi monólogo.
Lo que le pasaba al hombre les pasa a muchos, ya hablando, ya escribiendo. Pues hay gentes que sienten la necesidad de pensar, no de recibir el pensamiento ajeno, de formular con expresión y sentido propios los tópicos generales y corrientes del sentido común, y no pueden pensar sino hablando o escribiendo, en una ideación social. Son gentes `para las que el pensar y el pensar social y públicamente, no individual y privadamente, constituye una necesidad.
Dicen que Nietzsche decía que escribía para librarse de las ideas –o formas de expresión de ideas: fórmulas, frases, metáforas, paradojas…- que le persiguen a uno como pidiéndole que las dé vida. Y hay que echarlas fuera; si no, no se descansa. Si no expresara uno esas ideas, se le pudrirían dentro amargándole la conciencia. Idea que uno se guarda, idea que le corroe la mente.
Pero hay más y es que el que piensa de veras es el que expresa sus pensamientos. El que no sabe expresar una idea es que no la tiene. No es más que una pseudoidea, un fantasma, una nube de la que no cabe hacer estatua. Pensar es expresar; ¿y cómo puede mejor expresarse algo que transmitiéndolo a otros? De aquí que esa necesidad de librarse de las ideas, de echarlas fuera, de expresarlas, no es sino la necesidad de apoderarse de ellas, de adentrárselas, de aprenderlas uno mismo.
Otro tedesco, Schopenhauer, habló, tratando del amor sexual, genio de la especie, y enseño que es el futuro ser que pide vida, la voluntad del posible hijo por engendrarse, lo que empuja a los amantes a unirse. Doctrina bien clara y obvia. Y es del mismo modo el genio de la sociedad el que lo empuja a uno a pensar y para ella a expresar su pensamiento. Y de ahí brota la necesidad de pensar, tan necesidad como al necesidad de engendrar.
Hay quien no sienta esta última, quien es irremediablemente casto y continente; pero la abstención genésica, convertida en regla general, haría imposible la vida de la especie. Y lo mismo sucede con la necesidad de pensar. Hay gentes que no sienten la necesidad de pensar, que padecen de una terrible continencia mental –mejor sería llamarla impotencia- y a quienes les basta que piensen otros. Adoptan las ideas ajenas, sobre todo ideas expósitas, incluseras, hospicianas, y se adaptan a ellas. Su sentido común no necesita de más. Y suelen revolverse contra la libertad de pensamiento y hablan de la disciplina en el pensar. Pero la experiencia enseña que los que más suelen hablar de disciplina mental o de pensamiento suelen ser personas que no piensan. Porque el verdadero pensamiento tiene la disciplina en sí mismo.
“¿Para qué escribe usted esas cosas, si con ellas no convence usted a nadie?”, podría preguntársele a un escritor que lo sea por necesidad de pensar social y públicamente, es decir, de pensar y no por ganarse la vida con el estipendio que da el repetir pensamientos ajenos, más o menos incluseros, como le preguntaba Juan al hombre. Y el escritor podría contestar: “Es que necesito vivir; vivir, no como animal mamífero vertical que come, bebe, duerme, se reproduce y juega, sino como hombre que piensa, y yo no pienso, sino hablo o escribo para los demás –sean éstos pocos o muchos-, no vivo sino como pensante social, y como necesito vivir así, y para vivir necesito pensar y para pensar necesito escribir, pues… por eso escribo.”
Es frecuente querer distinguir en una misma persona que escribe al escritor del hombre, pero esto es casi imposible. Cuando se siente la necesidad de pensar escribiendo –de escribir pensando- el hombre que escribe es todo el hombre. Estorbarle que escriba es estorbarle que sea hombre.
Ahora… ¡hay tanta gente que no siente la necesidad de pensar! Y cuando a estos desgraciados se les quiere excitar a que piensen, se irritan. No sé a quien le he oído que si a un eunuco se le administra una droga afrodisíaca, no se consigue sino irritarle el organismo y acaso provocarle una violenta diarrea. Conozco diarreas mentales, de sentido común, que tienen un origen análogo.
(En Monodiálogos, antología de artículos publicados en varios medios entre 1915 y 1936, Espasa-Calpe, Madrid, 1972, Colección Austral Nº 1505)
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Miguel de Unamuno nació el 29 de septiembre de 1864 en Bilbao, España y falleció el 31 de diciembre de 1936 en Salamanca, España.

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