sábado, 6 de diciembre de 2014

JORGE LUIS BORGES

Todos lo llamaban el Caballero Negro; nadie supo nunca su verdadero nombre. Después de su impensada desaparición, no ha quedado de él más que el recuerdo de sus sonrisas y un retrato de Sebastiano del Piombo, que lo representaba envuelto en una pelliza, con una mano enguantada que cae blandamente, como la de un ser dormido. Alguno de los que más lo quisieron (yo entre esos pocos) recuerda también su cutis amarillo pálido, transparente, la ligereza casi femenina de sus pasos y la languidez habitual de los ojos.
En verdad, era un sembrador de espanto. Su presencia daba color fantástico a las cosas más sencillas: cuando su mano tocaba algún objeto, parecía que éste entraba al mundo de los sueños… Nadie le preguntó cuál era su mal y por qué no se cuidaba. Andaba siempre, sin detenerse, día y noche. Nadie supo nunca dónde estaba su casa ni conoció a sus padres y hermanos. Apareció un día en la ciudad y, después de algunos años, otro día, desapareció.
La víspera, cuando el cielo comenzaba a iluminarse, vino a mi cuarto a despertarme. Sentí la caricia de su guante en mi frente, y lo vi, con su sonrisa que parecía el recuerdo de una sonrisa, los ojos más extraviados que de costumbre. Comprendí que había pasado la noche en vela, aguardando la aurora con ansiedad: le temblaban las manos y todo su cuerpo parecía presa de la fiebre.
Le pregunté si su enfermedad lo hacía sufrir más que otros días.
-¿Usted cree, como todos, que yo tengo una enfermedad? ¿Por qué no decir que soy una enfermedad? Nada me pertenece, pero yo soy de alguien y hay alguien a quien pertenezco.
Acostumbrado a sus extraños discursos, nada dije. Se acercó a mi cama y me tocó otra vez la frente con su guante.
-No tiene usted rastro de fiebre y está perfectamente sano y tranquilo. Tal vez lo espantará; puedo decirle quién soy. Acaso no pueda repetirlo.
Se tumbó en un sillón y continuó en voz más alta:
-No soy un hombre real, con huesos y músculos, generado por hombres. No soy más que la figura de un sueño. Una imagen de Shakespeare es, con respecto a mí, literal y trágicamente exacta: ¡yo soy de la misma sustancia que están hechos los sueños! Existo porque hay uno que me sueña; hay uno que duerme y sueña y me ve obrar y vivir y moverme y en este momento sueña que digo todo esto. Cuando empezó a soñarme, empecé a existir: soy el huésped de sus largas fantasías nocturnas, tan intensas que me han hecho visible a los que están despiertos. Pero el mundo de la vigilia no es el mío. Mi verdadera vida es la que discurre en el alma de mi durmiente creador. No recurro a enigmas ni símbolos; lo que digo es la verdad. Ser el actor de un sueño no es lo que más me atormenta. Hay poetas que han dicho que la vida de los hombres es la sombra de un sueño y hay filósofos que han sugerido que la realidad es una alucinación. Pero ¿quién es el que me sueña? ¿Quién es ese uno que me hizo surgir y que al despertar me borrará? ¡Cuántas veces pienso en ese dueño mío que duerme!… La pregunta me agita desde que descubrí la materia de que estoy hecho. Comprenderá usted la importancia que el problema tiene para mí. Los personajes de los sueños disfrutan de bastante libertad; también tengo mi albedrío. Al principio me espantaba la idea de despertarlo, es decir, de aniquilarme. Llevé una vida virtuosa. Hasta que me cansé de la humillante calidad de espectáculo y anhelé con ardor lo que antes había temido: despertarlo. Y no dejé de cometer delito. Pero el que me sueña, ¿no se espanta de lo que hace temblar a los demás hombres? ¿Disfruta con las visiones horribles, o no les da importancia? En esta monótona ficción, le digo a mi soñador que soy un sueño: quiero que sueñe que sueña. ¿No hay hombres que despiertan cuando se dan cuenta que sueñan? ¿Cuándo, cuándo lo lograré?
El Caballero Enfermo se quitaba y ponía el guante de la mano izquierda; no sé si esperaba algo atroz, de un momento a otro.
-¿Cree usted que miento? ¿Por qué no puedo desaparecer? Consuéleme, dígame algo, tenga piedad de este aburrido espectro…
Pero no atiné a decir nada. Me dio la mano, me pareció más alto que antes, su piel era diáfana. Algo dijo en voz baja, salió de mi cuarto y, desde entonces sólo uno lo ha podido ver.
(De El trágico cotidiano, 1906)
(Incluido en Libro de sueños, de Jorge Luis Borges, 1976)

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