lunes, 8 de octubre de 2012


Literatura latinoamericana

Camino del desarraigo

En el segundo volumen de sus memorias, Ariel Dorfman cuenta, con clima épico, su exilio europeo, su regreso a Chile y su vida en Estados Unidos
Entre sueños y traidores. Un striptease del exilio es el segundo volumen de las memorias del chileno Ariel Dorfman que continúa cronológicamente y desde una perspectiva más privada, Rumbo al sur deseando el norte , publicado en 1998. En ambos, insiste el 11 de septiembre de 1973 como núcleo traumático cuando, por un fortuito cambio de agenda, el autor se salvó por casualidad de morir junto con Salvador Allende y otros colaboradores en el Palacio de La Moneda, donde trabajaba como asesor cultural. A la pregunta culposa que vuelve en el primer libro: "¿Por qué sobreviví?", esta secuela elabora una respuesta mientras relata las vicisitudes del exilio al que se vio arrojado tras el golpe perpetrado por Pinochet, deambulando con su mujer Angélica y su hijo Rodrigo por Francia y Holanda, hasta que en 1980 obtuvo una beca que los llevó a los Estados Unidos, donde viven en la actualidad. Quien haya leídoRumbo al sur deseando al norte sabrá que el exilio forma parte de la genealogía familiar de Dorfman y que el bilingüismo -la aceptación y rechazo de sus dos lenguas nativas: el inglés que aprendió a los dos años en Nueva York y el español que lo recibió al nacer en Buenos Aires y recuperó definitivamente en Chile- ha constituido una larga lucha interna. Ambos temas siguen reformulados en estas memorias, organizadas en torno a pasajes del diario que escribió durante los seis meses que vivió junto con su familia en Santiago, a partir de julio de 1990, cuando retornó tras el fin de la dictadura con la idea de habitar para siempre en el Chile de sus amores. La imposibilidad de sostener este proyecto supone una nueva frustración. Viniendo de una vida organizada en Carolina del Norte donde ha logrado una inserción profesional en la universidad y en los principales medios, experimenta un gran choque con la sociedad chilena dividida tras los años de dictadura, que tiene la informalidad como hábito y que todavía soporta, entre otras cosas, la presencia activa del aparato represor. El año 1990 funciona como así como bisagra. La incertidumbre y los padecimientos vividos a partir del exilio del 73 concluyen y comienza otra etapa, la de la ciudadanía estadounidense y los retornos periódicos al sur, incluso el más relevante en 2006, cuando viaja con "el prestigioso documentalista canadiense" Peter Raymont para filmar la historia de su vida.
El salto cualitativo que significa en 1990 regresar definitivamente a Estados Unidos y adoptar la ciudadanía de ese país supera cualquier previsión. Sin embargo, en este relato los hechos están dispuestos para que el camino recorrido, lejos de ser azaroso, justifique el destino final. La autobiografía es siempre una construcción narrativa cuyo sentido no depende de los sucesos sino de la articulación de esos sucesos. Y Dorfman lo hace en clave heroica.
El texto puede ser leído como el recorrido del héroe clásico, que sin olvidar sus orígenes y tras padecer duras vicisitudes, superar pruebas, correr peligro de muerte, llega al lugar que representa su meta luego de haber alcanzado la excelencia. Las tribulaciones soportadas, la sensación de no pertenencia, el desarraigo, las penurias económicas, la acusación de ser agente encubierto de la CIA mientras sostiene su campaña de resistencia a Pinochet en Holanda, todos los padecimientos y obstáculos forman parte del camino que el héroe debe recorrer. Nadie -afirma- puede sobrevivir al dolor, la derrota y la crueldad, nadie puede perder su hogar, su tierra y sus amigos y seguir puro, seguir inmaculado: "Se trata de aceptar que no soy un héroe". La postura del héroe caído en desgracia, su voluntad de perfección moral y de pertenecer a las huestes del bien es tan ostentosa que termina invalidando la experiencia traumática del exilio. Cuesta leer el horror desatado en Chile tras el golpe de Estado, a pesar de que se lo mencione permanentemente, a pesar de las historias individuales que introduce. El exceso de victimización obtura la posibilidad de que el relato se vuelva transitivo y, por lo mismo, que llegue a interesar al lector, a atraparlo. Como al pasar, Antonio Skármeta, Julio Cortázar, Milan Kundera, Heinrich Böll, Günter Grass hacen algunas apariciones, pero no tienen mucho para decir.
Escritas casi cuatro décadas después de la experiencia, estas memorias no consiguen reponer la intermitencia y fragmentariedad que supone flotar entre dos mundos, situación del escritor exiliado. Si el narcisismo sufre un rudo golpe por el descentramiento y la distancia, Dorfman no lo acusa.
Así como algunos escritores decimonónicos identifican la historia personal con la de la nación, Dorfman relaciona su vida no sólo con la historia de Chile sino también con la de Estados Unidos, "por lo tanto, con la historia del siglo XX, en gran medida". El 11 de septiembre de 2001 lo siente como algo personal, "cuando de nuevo mi vida fue destrozada, de nuevo la muerte descendió del cielo; un segundo 11 de septiembre desolado que tuve que sufrir y presenciar". Cuál es, finalmente, la misión que justifica toda su vida: en Estados Unidos, siendo "extranjero y también jugando de local, me di cuenta de que podía servir de puente entre continentes, culturas y lenguas". "¿Cómo es que me transmuté en un puente para las múltiples Américas que se han peleado a muerte con tanta frecuencia?". El clima épico en el que se desarrolla el texto resulta agobiante. Y es una pena, porque Dorfman es un gran pensador y escritor, admirable por su compromiso político, y este libro, en verdad, no le hacía falta.

ENTRE SUEÑOS Y TRAIDORES

Ariel Dorfma 
Por Laura Cardona  | Para LA NACION


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