miércoles, 26 de noviembre de 2014

poemas

BEBIENDO SOLO A LA LUZ DE LA LUNA
Entre las flores, un tazón de vino
bebo solo, ningún amigo está cerca.
Levanto mi copa, invito a la luna
y a mi sombra, y ahora somos tres.
Mas la luna nada sabe de bebidas
y mi sombra se limita a imitarme,
pero así y todo, luna y sombra serán mi compañía.
La primavera es época propicia para el goce.
Canto y la luna prolonga su presencia,
bailo y mi sombra se enreda.
Mientras me mantengo sobrio, somos alegres juntos,
cuando me embriago, cada uno marcha por su lado
jurando encontrarnos en el Río de Plata de los cielos.
Existe otra versión de este poema:
Tomo una botella de vino
Y me voy a beberla entre las flores.
Siempre somos tres,
Contando a mi sombra y a mi amiga, la luna.
Cuando canto, la luna me escucha,
Cuando bailo mi sombra también baila.
Terminada la fiesta…
Los invitados deben partir.
Yo, desconozco esa tristeza.
Cuando marcho a mi casa,
Siempre somos tres,
Me acompaña la luna y me sigue mi sombra.
POEMA
Gracias al sol florecen los perales y duraznos,
¡qué lujo y seducción esparcen sus bellas flores!
El viento del Este acaricia todas las cosas,
y árboles, y hierbas parecen querer hablar.
Las ramas desnudas se visten de follaje
y la fuente seca reemprende su curso.
La fuerza suprema hace girar el cielo y la tierra,
el tiempo jamás deja su látigo en reposo…
Hasta el oro y la piedra se convertirán en polvo,
nada se perpetúa bajo el viento y la helada.
En el temor de morir, después que el sol y la luna se pongan,
propongámonos estar contentos, bebamos y cantemos.
El hielo del otoño atacará de pronto sin piedad los débiles sauces y las cañas.
MIRANDO ALEJARSE A MEN HO-JAN HACIA YANGCHOW, DESDE LA TORRE DE LA GRULLA AMARILLA
En la Torre de la Grulla Amarilla, en el Oeste,
mi viejo amigo dice adiós.
Entre la bruma y las flores de primavera
desciende hacia Yangchow.
Vela solitaria, sombra distante,
se desvanece en el vacío azul.
Sólo veo el gran río fluyendo
en el horizonte lejano.
EL SAPO ATACA A LA LUNA DE YAO-TAI
El sapo ataca a la luna de Yao-Tai
y se la traga.
El disco brillante se extingue en el seno del firmamento,
las tinieblas se engullen el alma de oro.
El arcoiris atraviesa las constelaciones de Sen-Wei,
el sol naciente opaca la luz matinal.
Las nubes flotantes separan a los dos astros,
todo es incierto como en un sueño.
Aislado, aislado el palacio de Tchang Men:
antes inspiraba a nuestros antepasados, ¡ahora no existe ya!
El laurel roído por los insectos florece, pero no trae frutos,
el cielo duplica su desgracia cubriéndolo de escarcha.
Me entristece. Suspiro en la larga noche solitaria
y las lágrimas humedecen mi ropa.
* * *
Li Bai (transcripto también como Li Po) nació en 701 y falleció en 762. De origen chino está considerado el mayor poeta romántico de la dinastía Tang.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Ray Bradbury (1951) La lluvia (The Long Rain)

EHILa lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y opresiva. Era un chisporroteo, una catarata, un latigazo en los ojos, una résaca cn los tobillos. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras lluvias. Caía a golpes, en toneladas; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de mono. Era una lluvia sólida y vidriosa, y no dejaba de caer.
-¿Cuánto falta, teniente?
-No sé. Un kilómetro, diez kilómetros, mil kilómetros.
-¿No está seguro?
-¿Cómo puedo estarlo?
-No me gusta esta lluvia. Si supiésemos, por lo menos, a qué distancia está la cúpular solar, me sentiría mejor.
-Faltará una hora o dos.
-¿Lo cree usted de veras, teniente?
-¿O miente para animarnos?
-Miento para animarlos. ¡Cállese!
Los dos hombres estaban sentados bajo la lluvia. Detrás de ellos había otros dos, empapados, cansados, derruidos, como arcilla deshecha.
El teniente abrió los ojos. Tenía una cara que alguna vez había sido morena. La lluvia la había blanqueado. La lluvia la había quitado el color de los ojos. Tenía los ojos blancos, blancos como los dientes, blancos como el pelo. El tenienie era todo blanco. Hasta eI uniforme se le estaba volviendo blanco, y quiza también un poco verde, a causa de los hongos.
El teniente sintió la lluvia en las mejillas.
-¿Cuándo habrá dejado de llover en Venus? Hace muchos años quizá.
-No desvaríe -dijo otro de los hombres-. En Venus nunca deja de llover. Llueve y llueve. He vivido aquí durante diez años, y no ha habido un minuto, ni siquiera un segundo, sin estos chaparrones.
-Como si viviéramos debajo del agua -dijo el teniente, y se incorporó ajustándose las armas al cinturón-. Bueno, será mejor que sigamos. Pronto llegaremos a esa cúpula.
-O no llegaremos -dijo el cínico.
-Sólo falta una hora, más o menos.
-Ahora trata de mentirme a mí, mi teniente.
-No, me miento a mí mismo. A veces es necesario mentir. No aguantaré mucho más.
Los hombres se metieron en la selva, mirando sus brújulas de cuando en cuando. No había ningún punto de referencia, sólo lo que señalaba la brújula. Un cielo gris, y la lluvia, y la selva, y algún claro entre los árboles, y detrás de ellos, muy lejos, en alguna parte, el cohete destrozado. El cohete en el que yacían dos de sus compañeros, muertos, y chorreando lluvia.
Los hombres caminaron en fila india, sin hablarse. De pronto, llegaron a la orilla de un río, ancho, aplastado y de aguas oscuras, que corría hacia el mar Unico. La lluvia cubría la superficie del río con un billón de puntos.
-Vamos, Simmons -dijo el teniente.
Hizo una seña, y Simmons sacó un paquete que bajo la acción de alguna sustancia química se infló hasta formar un bote. El teniente dirigió el corte de algunas maderas y la rápida construcción de unos remos y los hombres se lanzaron al río, remando rápidamente, a través de las aguas tranquilas, bajo la lluvia.
El teniente sint; la lluvia fría en las mejillas, en el cuello y en los móviles brazos. El frío le llegó a los pulmones. Sintió la lluvia en las orejas, en los ojos, en las piernas.
-No dormí nada anoche -murmuró.
-¿Quién pudo dormir? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cuántas noches sin sueño? ¡Treinta noches! ¡Treinta días! ¿Quién puede dormir mientras la lluvia le rebota a uno en el cráneo? No sé qué daría por un sombrero. Cualquier cosa, con tal de que la lluvia dejara de golpearme. Me duele la cabeza. Continuamente.
-Lamento haber venido a la China -dijo otro.
-Nunca oí que Venus se llamase la China.
-Sí, la China. La hidroterapia china. ¿No recuerdas aquella antigua tortura? Te atan contra un muro. Cada media hora te cae una gota en la cabeza. Te vuelves loco esperando la próxima gota. Bueno, lo mismo pasa en Venus, sólo que en gran escala. No hemos nacido para vivir en el agua. No se puede dormir, no se puede respirar, y uno se vuelve loco al sentirse empapado. Si hubiésemos podido prever ese accidente, hubiéramos traído impermeables y sombreros. Lo peor es esta lluvia que te golpea la cabeza. Es tan pesada. Es como un cañonazo. No sé si podré aguantarlo mucho tiempo.
-Oh, ¡si encontráramos una cúpula solar! El hombre que inventó esas cúpulas tuvo una buena idea.
Los hombres atravesaban el río, y pensaban, mientras tanto, en la cúpula solar que estaba en alguna parte, ante ellos. Una cúpula resplandeciente bajo la lluvia selvática. Una casa amarilla, redonda y brillante como el sol. Una casa de cinco metros de alto por treinta de diámetro. Calor, paz, comida caliente, y un refugio contra la lluvia. Y en el centro de la cúpula brillaba, es claro, el sol. Un globo de fuego amarillo que flotaba libremente en lo alto del edificio. Y mientras uno fumaba o leía o bebía el chocolate caliente con burbujas de crema, se podía mirar el sol. Allí estaba, amarillo, del mismo tamaño que el sol terrestre, cálido, continuo. Dentro de esa casa. mientras pasaban ociosamente las horas, era fácil olvidarse del mundo lluvioso de Venus.
El teniente se volvió y miró a los tres hombres que remaban apretando los labios. Estaban tan blancos como setas, tan blancos como él. Venus lo blanqueaba todo en sólo unos meses. Hasta la selva era un enorme papel blanco con unas pocas líneas un poco menos blancas: un dibujo de pesadilla. Cómo podía ser verde, si no había sol, si la lluvia caía sin cesar en un permanente crepúsculo. La selva blanca, blanca, y las hojas del color del queso y la tierra como húmedos trozos de queso Camembert y los troncos de los árboles como tallos de setas gigantescas… todo negro y blanco. ¿Y cuándo veían el suelo? ¿No era casi siempre un arroyo, un pantano, un estanque, un lago, un río, y luego, por fin, el mar?
-Llegamos.
Los hombres saltaron a tierra, chapoteando. Desinflaron el bote e hicieron de él un paquete. Luego, de pie junto a la orilla lluviosa, trataron de fumar. Pasaron unos cinco minutos antes que, estremeciéndose, con el encendedor invertido y protegido por las manos, pudieran aspirar unas pocas bocanadas de unos cigarrillos que se mojaban rápidamente y que una repentina ráfaga de lluvia les arrancaba de la boca.
Echaron a caminar.
-Un momento -dijo el teniente-. Creo haber visto algo ahí adelante.
-¿La cúpula solar?
-No estoy seguro. La lluvia se cerró en seguida.
Simmons comenzó a correr.
-¡Simmons, vuelva!
Simmons desapareció bajo la lluvia. Los otros lo siguieron .
Encontraron a Simmons en un claro de la selva. Se detuvieron y miraron a Simmons, y lo que Simmons había descubierto.
El cohete.
Allí estaba, donde lo habían dejado. Habían dado, de algún modo, una vuelta completa, y se encontraban otra vez en el punto dc partida. Entre los restos del cohete yacían los dos cadáveres. Unas algas verdes les salían de las bocas. Se quedaron mirándolos, y las algas florecieron. Los pétalos se desplegaron bajo la lluvia, y las plantas,comenzaron a morir.
-¿Cómo hemos vuelto?
-Una tormenta eléctrica, probablemente. La electricidad desarregló nuestras brújulas. Eso lo explica todo.
-Puede ser.
-¿Qué haremos ahora?
-Empezar de nuevo.
-¡Dios mío! ¡Estamos tan lejos como antes!
-Calma, Simmons.
-¡Calma, calma! ¡Esta lluvia me enloquece!
-Tenemos bastante comida como para dos días, si no nos excedemos.
La lluvia bailó sobre la piel de los kombres, sobre los trajes empapados. La lluvia les corrió por las narices y las orejas, por los dedos y las rodillas. Parecían unas fuentes de piedra rodeadas de árboles. Echaban agua por todos los poros.
Y mientras estaban allí, mirando el cohete, oyeron un lejano rugido.
Y el monstruo salió de la lluvia.
El monstruo se alzaba sobre un millar de eléctricas patas azules. Caminaba rápidamente, terriblemente Cada paso era un golpe. Donde se posaba una pata, un árbol caía fulminado. El aire sc Ilenó de bocanadas de humo. La lluvia aplastaba las débiles humaredas. El monstruo tenía mil metros de altura y quinientos de ancho, e iba de un lado a otro como un gigante ciego. A veces durante unos instantes, no tenía ninguna pata. Y en seguida, en un segundo, mil látigos le salían del vientre, látigos azules y blancos que herían la selva.
-La tormenta eléctrica -dijo uno de los hombres-. Arruinó las brújulas. Y viene para aquí.
-Échense todos -dijo el teniente.
-¡Corran! -gritó Simmons.
-No pierda la cabeza, Simmons. Échense. La tormenta sólo golpea los lugares elevados. Quizá salgamos ilesos. Echémonos aquí, lejos del cohete. Descargará ahí toda su fuerza y pasará sin tocarnos. ¡Cuerpo a tierra !
Los hombres se echaron al suelo.
-¿Viene? -se preguntaron después de un rato.
-Viene.
-¿Está cerca?
-A unos doscientos metros.
-¿Más cerca?
-¡Aquí está!
El monstruo llegó y se detuvo sobre ellos. Diez relámpagos azules golpearon el cohete. La nave se estremeció como un gong y dejó escapar un eco metálico. El monstruo lanzó otros quince relámpagos que bailaron alrededor del cohete, en una ridícula pantomima, palpando la selva y el suelo barroso.
-¡No! ¡No!
Uno de los hombres se puso de pie.
-¡Échese, idiota! -le gritó el teniente.
-¡No!
Los relámpagos golpearon la nave una docena de veces. El teniente volvió la cabeza sobre el brazo y vio las enceguecedoras llamaradas azules. Vio cómo se abrían los árboles y caían en pedazos. Vio la monstruosa nube oscura que giraba como un disco negro y arrojaba otro centenar de lanzas eléctricas.
El hombre que se había puesto de pie corría ahora, como por una sala de columnas. Corría zigzagueando entre ellas, hasta que al fin doce de esas columnas se abatieron sobre él, y se oyó el sonido de una mosca que se posa sobre un alambre incandescente. El teniente había oído ese sonido en su infancia, en una granja. Y en seguida se sintió el olor de un hombre reducido a cenizas.
El teniente bajó la cabeza.
-No miren -les dijo a los otros.
Tenía miedo de que también ellos echaran a correr.
La tormenta descargó sobre los hombres una nueva serie de relámpagos, y luego se alejó. Y otra vez volvió a sentirse sólo la lluvia. El agua limpió el aire rápidamente y borró el olor de la carne chamuscada. Y los tres sobrevivientes se sentaron a esperar a que se les calmaran los sobresaltados corazones.
Luego se acercaron al cuerpo, pensando que quizá podrían salvarle la vida. No podían creer que no fuese posible ayudarlo. Era una actitud natural. No admitieron la muerte hasta que la tocaron, pensaron en ella, y empezaron a discutir si debían enterrar el cadáver o dejarlo allí para que la selva misma lo sepultara con las hojas que crecerían en no más de una hora.
El cuerpo del hombre era un hierro retorcido envuelto en un cuero chamuscado. Parecía un maniquí de cera, metido en un incinerador y retirado en seguida, cuando la cera comenzaba a aplastarse alrededor del esqueleto de carbón. Sólo la dentadura era blanca. Los dientes brillaban como un raro brazalete blanco, caído a medias sobre un puño apretado y negro.
-No debió correr -dijeron todos, casi al mismo tiempo.
Y mientras miraban el cadáver, la vegetación creció rápidamente a su alrededor, ocultándolo con hiedras, enredaderas y hasta flores para el hombre muerto.
A lo lejos, la tormenta corrió sobre relámpagos azules, y desapareció.
Los hombres cruzaron un río, y un arroyo, y un torrente, y otros doce ríos, y más torrentes y arroyos. Nuevos ríos nacían continuamente ante sus ojos, y los viejos ríos alteraban su curso… Ríos del color del mercurio, ríos del color de la plata y la leche.
Los ríos corrían hacia el mar.
El mar Unico. En Venus sólo había un continente. Una tierra de cuatro mil kilómetros de largo por mil kilómetros de ancho, y alrededor de esta isla, sobre el resto del lluvioso planeta, se extendía el mar Unico. El mar Unico, que golpeaba levemente las costas pálidas . . .
-Por aquí. -El teniente señaló el sur-. Podría asegurar que allá hay dos cúpulas solares.
-¿Ya que empezaron por qué no construyeron cien cúpulas más?
-Hay ciento veinte cúpulas, ¿no?
-Ciento veintiséis, hasta el mes pasado. Hace un año trataron de que el Congreso votara una ley para construir otras dos docenas; pero, oh, no, ya conocen la musiquita. Prefirieron que la lluvia enloqueciera a algunos hombres.
Partieron hacia el sur.
El teniente y Simmons y el tercer hombre, Pickard, caminaron bajó la lluvia. bajo la lluvia que caía pesadamente y dulcemente, bajo la lluvia torrencial e incesante que caía a martillazos sobre la tierra y el mar y los hombres en marcha.
Simmons fue el primero en verla.
-¡Allá está!
-¿Qué?
-¡La cúpula solar!
El teniente parpadeó sacándose el agua de los ojos, y alzó las manos para protegerse de las mordeduras de la lluvia.
A lo lejos, a orillas de la selva, junto al océano, se veía un resplandor amarillo. Se trataba, indudablemente, de una cúpula solar.
Los hombres se sonrieron.
-Parece que tenía razon, teniente.
-Suerte.
-Oigan, al verla me siento otra vez lleno de vida.
¡Vamos! ¡El último en llegar es un hijo de perra!
Simmons comenzó a trotar. Los otros lo siguieron automáticamente, sin aliento, cansados, pero sin dejar de correr.
-Para mí un tazón de café -jadeó Simmons, sonriendo-. Y una hornada de pan, ¡dioses! Y luego acostarse y dejar que el sol caiga sobre uno. ¡El hombre que inventó la cúpula solar merece una medalla!
Corrieron con mayor rapidez. El resplandor amarillo se hizo aún más brillante.
-¡Pensar que tantos hombres enloquecen antes de encontrar el remedio! Y sin embargo es tan sencillo. -Las palabras de Simmons siguieron el ritmo de sus pasos-. ¡Lluvia, lluvia! Hace años. Encontr‚ un amigo. En la selva. Caminando. Bajo la lluvia. Diciendo una y otra vez: “No sé qué hacer, para salir, de esta lluvia. No sé qué hacer, para salir, de ésta lluvia. No sé qué hacer…” Y así seguía. Sin detenerse. Pobre loco.
-¡Ahórrese fuerzas!
Los hombres corrieron..
Todos se reían. Llegaron, riéndose, a la puerta de la cupula solar.
Simmons empujó la puerta.
-¡Eh! -gritó-. ¡Traigan el café y los bizcochos!
Nadie respondió
Los hombres atravesaron el umbral.
La cúpula estaba desierta y en sombras. Ningún sol sintético flotaba, con su silbido de gas, en lo alto del cielo raso azul. Ninguna comida estaba esperando. En la habitación reinaba el frío, como en una tumba. Y a través de mil agujeros, abiertos recientemente en el techo, entraba el agua, y las gotas de lluvia empapaban las gruesas alfombras y los pesados muebles modernos, y estallaban sobre las mesas de vidrio. La selva crecía en la habitación, como un musgo, en lo alto de las bibliotecas y en los hondos divanes. La lluvia se introducía por los agujeros y caía sobre los rostros de los tres hombres.
Pickard empezó a reírse dulcemente.
-Cállese, Pickard.
-Oh, dioses, miren lo que estaba esperándonos… Nada de sol, nada de comida, nada. ¡Los venusinos! ¡Por supuesto! ¡Es obra de ellos!
Simmons asintió con un movimiento de cabeza. El agua le corrió por el pelo plateado y por las cejas blancas.
-Una vez cada tanto los venusmos salen del mar y atacan las cúpulas. Saben que si acaban con las cúpulas acabarán también con nosotros.
-¿Pero las cúpulas no están protegidas con armas?
-Por supuesto. -Simmons se dirigió hacia un lugar un poco menos mojado que los otros-. Pero desde el último ataque han pasado cinco años. Se descuidaron las defensas. Sorprendieron a estos hombres.
-¿Pero dónde están los cadáveres?
-Los venusinos se los llevaron al mar. He oído decir que lo ahogan a uno con un método delicioso. Tardan cuatro horas. Realmente delicioso.
Pickard se rio.
-Apuesto a que aquí no hay comida.
El teniente frunció el ceño y señaló a Pickard con un movimiento de cabeza, mirando a Simmons. Simmons hizo un gesto y entró en un cuarto, a un lado de la sala redonda. En la cocina había mojadas rodajas de pan y trozos de carne donde crecía un vello verde.
La lluvia entraba por unos agujeros abiertos en el techo.
-Magnífico. -El teniente miró los agujeros-. Me parece que no podríamos tapar esos agujeros e instalarnos aquí
-¿Sin comida, señor? -grunó Simmons-. La máquina solar está rota. Sólo nos queda buscar la próxima cúpula. ¿Está muy lejos?
-No mucho. Recuerdo que en esta región construeron dos no muy alejadas la una de la otra. Quizá si esperásemos aquí, una dotación de la otra cúpula podría . . .
-Ya han estado aquí probablemcnte. Enviarán algunos hombres para reparar el lugar dentro de unos seis meses, cuando el Congreso vote el dinero. Me parece que no nos conviene esperar.
-Muy bien. Entonces nos comeremos el resto de las raciones y nos pondremos en seguida en camlno.
-Si por lo menos la lluvia no me golpeara la cabeza -dijo Pickard-. Sólo por unos minutos . . . Si pudiera recordar en qué consiste sentirse tranquilo. –Pickard se apretó la cabeza con ambas manos-. Recuerdo que cuando iba a la escuela un granuja que se sentaba detrás de mí me pinchaba y me pinchaba y me pinchaba cada cinco minutos, todo el día. Y así durante semanas y meses. Yo tenía siempre los brazos lastimados, con manchas negras o azules y pensaba que esos pinchazos terminarían por volverme loco. Un día, perdí la cabeza y me volví en mi asiento con una escuadra de metal que usaba en las clases de dibujo técnico, y casi lo mato a aquel bastardo. Casi le saco la cabeza. Casi le arranco un ojo. Me echaron de la clase, mientras yo gritaba: “¿Por qué no me deja tranquilo? ¿Por qué no me deja tranquilo?” -Pickard se apretaba los huesos de la cabeza con ambas manos. Cerraba los ojos-. ¿Pero qué puedo hacer ahora? ¿A quien voy a golpear, a quién le diré que se vaya, que deje de molestarme? ¡Esta lluvia maldita, como aquellos pinchazos, siempre sobre uno! ¡No se oye nada más! ¡No se siente nada más!
-Llegaremos a la otra cúpula solar a las cuatro de la tarde.
-¿Cúpula solar? ¡Miren ésta! ¿Y si todas las cúpulas de Venus estuviesen así, eh? ¿Y si hubiese agujeros en todos los techos? ¿Y si entrara la lluvia en todas las cúpulas?
-Tenemos que correr ese riesgo.
-Estoy cansado de correr riesgos. Sólo quiero un techo y un poco de descanso. Que me dejen en paz.
-Llegaremos dentro de ocho horas, si aguanta hasta entonces.
-No se preocupen. Aguantaré muy bien –dijo Pickard y se echó a reir sin mirar a sus compañeros.
-Comamos -dijo Simmons, observándolo.
Caminaron por la costa, siempre hacia el sur. A las cuatro horas tuvieron que internarse en la selva para evitar un río de más de un kilómetro de ancho, y de aguas demasiado rápidas. Recorrieron unos ocho kilómetros y llegaron a un sitio en que el río surgía abruptamente de la tierra, como de una herida mortal. Volvieron al océano bajo la lluvia.
-Tengo que dormir -dijo Pickard al fin. Se derrumbó-. No he dormido en cuatro semanas. He probado, pero no puedo. Durmamos aquí.
El cielo estaba oscureciéndose. Caía la noche en Venus, una noche tan negra que todo movimiento parecía peligroso. Simmons y el teniente cayeron también de rodillas.
-Bueno -dijo el teniente-, veremos qué se puede hacer. Ya lo hemos intentado antes, pero no sé… Este clima no parece invitar al sueño.
Los hombres se tendieron en el barro, tapándose las cabezas para que el agua no les entrara por las bocas. Cerraron los ojos. El teniente se estremeció.
No podía dormir.
Algo le corría por la piel. Algo crecía sobre él, en capas. Caían unas gotas, sobre otras gotas, y todas se unían formando unos hilos de agua que le corrían por el cuerpo. Y mientras, las raíces de las plantas se le metían en la ropa. Sintió que la hiedra lo cubría con un segundo traje; sintió que los capullos de las florecitas se abrían, y que caían los pétalos. Y la lluvia seguía y seguía, golpeándole el cuerpo y la cabeza. En la noche luminosa (pues la vegetación brillaba ahora en la oscuridad) podía ver las figuras de los otros dos hombres, como troncos caídos cubiertos por un manto de hierbas y flores. La lluvia le golpeó la cara. Se cubrió la cara con las manos. La lluvia le golpeó entonces el cuello. Se volvió boca abajo, en el barro, entre las plantas de tejidos el sticos, y la lluvia le golpeó la espalda y las piernas.
El teniente se incorporó y comenzó a sacudirse el agua del cuerpo. Mil manos lo estaban tocando, y no quería que lo tocaran. Ya no lo aguantaba más. Trastabilló y chocó contra alguien. Era Simmons, de pie bajo la lluvia. Simmons escupía, tosía y estornudaba. Y en seguida Pickard, gritando, se incorporó y echó a correr.
-¡Un momento, Pickard!
-¡Basta! ¡Basta! -gritaba Pickard. Disparó seis veces su arma contra el cielo de la noche. En el resplandor de la pólvora, durante un instante, con cada detonación, los hombres pudieron ver ejércitos de gotas de lluvia. como incrustadas en una vasta e inmóvil piedra de ámbar, como sorprendidas por la explosión. Quince billones de gotitas, quince billones de lágrimas, quince billones de joyas en una vitrina forrada de terciopelo blanco. Y luego, cuando la luz desapareció, las gotas que se habían detenido para ser fotografiadas, que habían suspendido su rápido descenso, cayeron sobre los hombres, como una nube de voraces insectos, fría y dolorosa.
-¡Basta! ¡Basta!
-¡Pickard!
Pero Pickard ya no se movía.
El teniente encendió una linterna e iluminó el rostro húmedo de Pickard. El hombre tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, y el rostro vuelto hacia arriba, de modo que el agua le golpeaba la lengua y le estallaba en la boca, y le lastimaba y le mojaba los ojos abiertos, y le salía en burbujas de la nariz como un murmullo espumoso.
-¡Pickard!
Pickard no contestó. Se quedó allí, sin moverse, mientras las pompas de la lluvia se rompían sobre su pelo descolorido, y los collares y las pulseras del agua se le desprendían del cuello y las muñecas.
-¡Pickard! Nos vamos. Síganos.
La lluvia resbalaba por las orejas de Pickard.
-¿Me oye, Pickard?
Como si estuviese gritando dentro de un pozo.
-¡Pickard!
-Déjelo -murmuró Simmons.
-No podemos seguir sin él.
-¿Y qué vamos a hacer? ¿Llevarlo a la rastra? -exclamó Simmons-. Será totalmente inútil. Tanto para él como para nosotros. ¿Sabe qué hará? Se quedará ahí hasta ahogarse.
-¿Qué?
-Debía saberlo. ¿No conoce la historia? Se quedará ahí, con la cabeza levantada, y dejará que el agua le entre por la nariz y la boca. Respirará agua.
-No.
-Así lo encontraron al general Mendt. Sentado en una roca, con la cabeza echada hacia atrás, respirando lluvia. Tenía los pulmones llenos de agua.
El teniente volvió a iluminar aquel rostro inmóvil.
De la nariz de Pickard salía un sonido húmedo.
-¡Pickard! -El teniente lo abofeteó.
-No puede sentirlo -dijo Simmons-. Unos pocos días bajo esta lluvia y uno ya no tiene ni cara ni piernas ni manos.
El teniente se miró horrorizado la mano. No la sentía.
-Pero no podemos dejarlo aquí.
-Le enseñaré qué podemos hacer.
Simmons disparó su arma.
Pickard cayó en un charco.
-No se mueva, teniente -dijo Simmons-. Tengo el arma cargada. Reflexione. Pickard se hubiese quedado ahí, de pie o sentado, hasta ahogarse. Esto es más rápido.
El teniente miró parpadeando el cuerpo de Pickard.
-Pero usted lo mató.
-Sí, porque se hubiese convertido en una carga, y hubiese terminado con nosotros. ¿Le vio la cara? Estaba loco.
Pasó un rato, y al fin el teniente asintió.
-Bueno.
Los dos hombres volvieron a caminar bajo la lluvia.
En la noche sombría, las linternas lanzaban unos rayos que apenas atravesaban la lluvia. Después de media hora tuvieron que detenerse devorados por el hambre, y esperar la llegada del alba. Cuando amaneció, la luz era gris, y seguía lloviendo. Los hombres se pusieron otra vez en camino.
-Hemos calculado mal -dijo Simmons.
-No. Falta una hora.
-Hable más fuerte. No puedo oírlo. -Simmons se detuvo y sonrió-. Por Cristo -dijo, y se tocó las orejas-. Mis orejas. Ya no las tengo. Esta lluvia me pelará hasta los huesos.
-¿No oye nada? -dijo el teniente.
-¿Qué? -Los ojos de Simmons parecían asombrados.
-Nada. Vamos.
-Creo que esperaré aquí. Siga usted adelante.
-No puede hacer eso.
-No lo oigo. Siga usted. No puedo más. No creo quehaya una cúpula por estos lados. Y si la hubiese, tendrá probablemente el techo lleno de agujeros, como la otra. Creo que voy a sentarme.
-¡Levántese, Simmons!
-Hasta luego, teniente.
-¡No puede abandonar ahora!
-Tengo un arma que dice que sí. Ya nada me importa. No estoy loco todavía, pero no tardaré mucho en estarlo. Y no quiero morir de ese modo. Tan pronto como usted se aleje dispararé contra mí mismo.
-¡Simmons!
-Oiga, es cuestión de tiempo. Morir ahora o dentro de un rato. ¿Qué le parece si al llegar a la próxima cúpula se encuentra con el techo agujereado? Sería magnífico, ¿no?
El teniente esperó un momento, y al fin se fue, chapoteando bajo la lluvia. Se volvió una vez y llamó a Simmons, pero el hombre siguió allí, con el arma en la mano, esperando a que el teniente se perdiera de vista. Simmons sacudió la cabeza y le hizo una seña como para que siguiera caminando.
El teniente no oyó ni siquiera la detonación.
Mientras caminaba masticó unas flores. No eran venenosas ni tampoco muy nutritivas. Las vomitó un minuto después.
Trató de hacerse un sombrero con hojas. Pero ya lo había intentado otras veces. La lluvia le disolvió las hojas sobre la cabeza. Desprendidas de sus tallos las hojas se le pudrían rápidamente entre los dedos, transformándose en una masilla gris.
-Otros cinco minutos -se dijo a sí mismo-. Otros cinco minutos y luego me meteré en el mar y seguiré caminando. No estamos hechos para esto. Ningún terrestre ha podido ni podrá soportarlo. Los nervios, los nervios.
Avanzó tambale ndose por un mar de fango y follaje, y subió a una loma.
A lo lejos, entre los finos velos del agua, se veía una débil mancha amarilla.
La otra cúpula solar.
A través de los árboles, muy lejos, un edificio redondo y amarillo. El teniente se quedó mirándolo,
tambaleante.
Echó a correr. y volvió a caminar. Tenía miedo. ¿Y si fuese la misma cúpula? ¿Y si fuese la cúpula
muerta, sin sol?
El teniente resbaló y cayó al suelo. Quédate ahí, pensó. Te has equivocado. Todo es inútil. Bebe toda el agua que quieras.
Pero se incorporó otra vez. Cruzó varios arroyos, y el resplandor amarillo se hizo más intenso, y echó a correr otra vez, quebrando con sus pisadas espejos y vidrios, y lanzando al aire, con el movimiento de los brazos, diamantes y piedras preciosas.
Se detuvo ante la puerta amarilla donde se leía CUPULA SOLAR. Extendió una mano entumecida y la tocó. Movió el pestillo y entró, tambaleándose.
Miró a su alrededor. Detrás de él, en la puerta, los torbellinos de la lluvia. Ante él, sobre una mesa baja, un tazón plateado de chocolate caliente, humeante, y una fuente llena de bizcochos. Y al lado, en otra fuente, sandwiches de pollo y rodajas de tomate y cebollas verdes. Y en una percha, en frente, una gran toalla turca, verde y gruesa, y un canasto para guardar las ropas mojadas. Y a la derecha, una cabina donde unos cálidos rayos secaban todo, instantáneamente. Y sobre una silla, un uniforme limpio que esperaba a alguien, a él o a cualquier otro extraviado. Y allá, más lejos, el café que humeaba en recipientes de cobre, y un fonógrafo del que nacía una música serena, y unos libros encuadernados en cuero rojo o castaño. Y cerca de los libros, un sofá blando y hondo donde podía acostarse, desnudo, a absorber los rayos de ese objeto grande y brillante que dominaba la habitación.
Se llevó las manos a los ojos. Vio a otros hombres que se acercaban a él, pero no les dijo nada. Esperó, abrió los ojos y miró. El agua le caía a chorros del uniforme y formaba un charco a sus pies. Sintió que el pelo, la cara, el pecho, los brazos y las piernas se le estaban secando.
El teniente miraba el sol.
El sol colgaba en el centro del cuarto, grande y amarillo, y cálido. Era un sol silencioso, en una habitación silenciosa. La puerta estaba cerrada y la lluvia era sólo un recuerdo para su cuerpo palpitante. El sol estaba allá arriba, en el cielo azul de la habitación, cálido, caliente, amarillo, y hermoso.
El teniente se adelantó, arrancándose las ropas.
(De El hombre ilustrado, 1951, traducción de Francisco Abelenda)
* * *
Ray Douglas Bradbury nació el 22 de agosto de 1920 en Waukegan, Illinois, EEUU y falleció el 5 de junio de 2012 en Los Angeles, California, EEUU.
Novelas:
(1950) The Martian Chronicles
(1953) Fahrenheit 451
(1957) Dandelion Wine
(1962) Something Wicked This Way Comes
(1972) The Halloween Tree
(1985) Death Is a Lonely Business
(1990) A Graveyard for Lunatics
(1992) Green Shadows, White Whale
(2001) From the Dust Returned
(2002) Let’s All Kill Constance
(2006) Farewell Summer
Libros de cuentos:
(1947) Dark Carnival
(1947) The Mummies of Guanajuato
(1951) The Illustrated Man
(1953) The Golden Apples of the Sun
(1955) The October Country
(1959) A Medicine for Melancholy
(1959) The Day It Rained Forever
(1962) The Small Assassin
(1962) R is for Rocket
(1964) The Machineries of Joy
(1965) The Autumn People
(1965) The Vintage Bradbury
(1966) Tomorrow Midnight
(1966) S is for Space
(1966) Twice 22
(1969) I Sing The Body Electric
(1975) Ray Bradbury
(1976) Long After Midnight
(1979) The Fog Horn & Other Stories
(1980) One Timeless Spring
(1980) The Last Circus and the Electrocution
(1980) The Stories of Ray Bradbury
(1981) The Fog Horn and Other Stories
(1983) Dinosaur Tales
(1984) A Memory of Murder
(1985) The Wonderful Death of Dudley Stone
(1988) The Toynbee Convector
(1990) Classic Stories 1
(1990) Classic Stories 2
(1991) The Parrot Who Met Papa
(1991) Selected from Dark They Were, and Golden-Eyed
(1996) Quicker Than The Eye
(1997) Driving Blind
(2001) Ray Bradbury Collected Short Stories
(2001) The Playground
(2002) One More for the Road
(2003) Bradbury Stories: 100 of His Most Celebrated Tales
(2003) Is That You, Herb?
(2004) The Cat’s Pajamas: Stories
(2005) A Sound of Thunder and Other Stories
(2007) The Dragon Who Ate His Tail
(2007) Now and Forever: Somewhere a Band is Playing & Leviathan ’99
(2007) Summer Morning, Summer Night
(2009) Ray Bradbury Stories Volume 2
(2009) We’ll Always Have Paris: Stories
(2010) A Pleasure To Burn
(2011) The Collected Stories of Ray Bradbury: A Critical Edition – Volume 1, 1938–1943
Bradbury escribió más de 400 nouvelles e historias breves, obras de teatro, guiones para cine y televisión, obras para niños, grabaciones de audio, libros de no ficción y otras obras.

miércoles, 5 de noviembre de 2014



Cuando yo me vaya, no quiero que llores, quédate en silencio, sin decir palabras, y vive recuerdos, reconforta el alma.
Cuando yo me duerma, respeta mi sueño, por algo me duermo; por algo me he ido.
Si sientes mi ausencia, no pronuncies nada, y casi en el aire, con paso muy fino, búscame en mi casa, búscame en mis libros, búscame en mis cartas, y entre los papeles que he escrito apurado.
Ponte mis camisas, mi sweater, mi saco y puedes usar todos mis zapatos. Te presto mi cuarto, mi almohada, mi cama, y cuando haga frío, ponte mis bufandas.
Te puedes comer todo el chocolate y beberte el vino que dejé guardado. Escucha ese tema que a mí me gustaba, usa mi perfume y riega mis plantas.


Si tapan mi cuerpo, no me tengas lástima, corre hacia el espacio, libera tu alma, palpa la poesía, la música, el canto y deja que el viento juegue con tu cara. Besa bien la tierra, toma toda el agua y aprende el idioma vivo de los pájaros.
Si me extrañas mucho, disimula el acto, búscame en los niños, el café, la radio y en el sitio ése donde me ocultaba.


No pronuncies nunca la palabra muerte. A veces es más triste vivir olvidado que morir mil veces y ser recordado.
Cuando yo me duerma, no me lleves flores a una tumba amarga, grita con la fuerza de toda tu entraña que el mundo está vivo y sigue su marcha.
La llama encendida no se va a apagar por el simple hecho de que no esté más.
Los hombres que “viven” no se mueren nunca, se duermen de a ratos, de a ratos pequeños, y el sueño infinito es sólo una excusa.


Cuando yo me vaya, extiende tu mano, y estarás conmigo sellada en contacto, y aunque no me veas, y aunque no me palpes, sabrás que por siempre estaré a tu lado.
Entonces, un día, sonriente y vibrante, sabrás que volví para no marcharme.
Carlos Alberto Boaglio

sábado, 1 de noviembre de 2014

Mariquita Sánchez de Thompson
(1786-1868)
Fuente: Felipe Pigna, Mujeres tenían que ser. Historia de nuestras desobedientes, incorrectas, rebeldes y luchadores. Desde los orígenes hasta 1930, Buenos Aires, Planeta, 2011, págs. 195, 218-221, 224-227, 290-292, adaptado para El Historiador.
María de Todos los Santos Sánchez de Velazco y Trillo, más conocida como Mariquita Sánchez de Thompson, nació el 1º de noviembre de 1786 en uno de los hogares más prestigiosos de aquel entonces. Era la única hija de don Cecilio Sánchez de Velazco y de doña Magdalena Trillo y Cárdenas, viuda en primeras nupcias de un riquísimo y poderoso comerciante de Buenos Aires llamado Manuel del Arco, cuya fortuna heredará Mariquita.
Desde 1808, se hicieron famosas las tertulias de su casa de la calle Unquera, más conocida por todos como “del Empedrado” o “del Correo” 1. (…) Se dice que en su salón se interpretó por primera vez el Himno Nacional, aunque ella en ningún escrito mencionó tan trascendente episodio. La tradición, sin embargo, así lo señala y hasta le pone dos fechas posibles: 14 o 25 de mayo de 1813. En la instalación del episodio tuvo mucho que ver el cuadro de Pedro Subercaseaux pintado en 1910, basado en las Tradiciones Argentinas de don Pastor Obligado y que hoy puede verse en el Museo Histórico Nacional.
Subercaseaux se refiere a este cuadro en sus Memorias: “Se trataba aquí de representar el ensayo del Himno Nacional Argentino. En el salón de la Chacra, tapizado de rico brocado amarillo, hice que se agruparan mis personajes; unas cuantas señoritas jóvenes vestidas a la moda ‘imperio’, junto a las cuales representé a San Martín, Pueyrredón y unos cuantos hombres más. Al clavecín aparecía el que acompañaba el canto de doña Mariquita Thompson, la que debía aparecer como figura principal del cuadro”. 2
Lo del estreno del himno puede ser leyenda, pero lo que sabemos con seguridad es que en esas reuniones hombres como Juan Martín de Pueyrredón, Nicolás Rodríguez Peña, Bernardo de Monteagudo, y Carlos María de Alvear, entre muchos otros, tejieron y destejieron alianzas políticas, en la formación de asociaciones públicas, como la Sociedad Patriótica o secretas, como la Logia.
Pero la arrolladora personalidad de Mariquita se había manifestado mucho antes. Todavía no tenía quince años cuando en 1801 se enamoró y comprometió con su primo Martín Thompson, contra la opinión de sus padres. Su tenacidad la llevaría a protagonizar uno de los juicios de disenso más famosos de la época.
Por aquel entonces, la Real Pragmática sobre Hijos de Familia, que regía en todas las posesiones españolas desde 1778, establecía que los hijos de “blancos” menores de 25 años sólo podían casarse contando con el consentimiento de sus padres, tutores o encargados. Esta muestra del despotismo “ilustrado” no tuvo una aplicación pacífica y dio lugar a los llamados “juicios de disenso”, por los cuales los novios buscaban que la autoridad diese el permiso negado por los padres, o rechazase la imposición de un matrimonio no deseado.
Tanto el padre de Mariquita, don Cecilio Sánchez, como su madre, Magdalena Trillo, se negaron a dar su consentimiento, ya que tenían en vistas para ella a un comerciante rico, emparentado por el lado materno.
Las hostilidades comenzaron cuando Thompson, alférez de Marina, fue trasladado de Buenos Aires, primero a Montevideo y después a Cádiz, aparentemente por las influencias de don Cecilio, al tiempo que se le intentó imponer a Mariquita los esponsales con el candidato familiar, don Diego del Arco. La niña se negó e hizo una declaración ante autoridad competente de su voluntad de casarse con Thompson. La respuesta fue encerrarla en un convento por un tiempo. Ya muerto don Cecilio, y vuelta a casar doña Magdalena, comenzó el juicio de disenso, promovido por Martín Thompson a su regreso a Buenos Aires.
Doña Magdalena defendía su oposición al amor de la pareja con estos argumentos: “Me es imposible convenir gustosa en que se case contigo pues basta que su padre, que tanto juicio tenía y tanto la amaba como hija única, lo haya rehusado en vida, y además de eso, siendo Thompson pariente bastante inmediato, sin las calidades que se requieren para la dirección y gobierno de mi casa de comercio por no habérsele dado esta enseñanza y oponerse a su profesión militar, conozco que no pueden resultar de este enlace las consecuencias que deben ser inseparables en un matrimonio cristiano, para que entre padres e hijos haya la buena armonía que debe consultarse principalmente para evitar el escándalo y la ruina de las familias que tanto se oponen a los santos fines del matrimonio (…)”. 3
Mariquita le escribió una muy osada carta al virrey Sobremonte contándole su caso: “Excelentísimo Señor: Ya llegado el caso de haber apurado todos los medios de dulzura que el amor y la moderación me han sugerido por espacio de tres largos años para que mi madre, cuando no su aprobación, cuanto menos su consentimiento me concediese para la realización de mis honestos como justos deseos; pero todos han sido infructuosos, pues cada día está más inflexible. Así me es preciso defender mis derechos: o Vuestra Excelencia mándeme llamar a su presencia, pero sin ser acompañada de la de mi madre, para dar mi última resolución, o siendo ésta la de casarme con mi primo, porque mi amor, mi salvación y mi reputación así lo desean y exigen (…). Nuestra causa es demasiado justa, según comprendo, para que Vuestra Excelencia nos dispense justicia, protección y favor. No se atenderá a cuanto pueda yo decir en el acto del depósito, pues las lágrimas de madre quizás me hagan decir no sólo que no quiero salir, pero que ni quiero casarme. (…) Por último, prevengo a V.E. que a ningún papel mío que no vaya por manos de mi primo dé V.E. asenso ni crédito, porque quién sabe lo que me pueden hacer que haga. Por ser ésta mi voluntad, la firmo en Buenos Aires, a 10 de julio de 1804”. 4
El trámite fue saldado el 20 de julio de 1804, al dar el virrey Sobremonte su permiso para la boda contra la voluntad paterna.
Con la autoridad que le daba esta resolución de su caso, la mujer del himno escribirá años más tarde: “El padre arreglaba todo a su voluntad. Se lo decía a su mujer y a la novia tres o cuatro días antes de hacer el casamiento; esto era muy general. Hablar de corazón a estas gentes era farsa del diablo; el casamiento era un sacramento y cosas mundanas no tenían que ver en esto, ¡ah, jóvenes del día!, si pudieras saber los tormentos de aquella juventud, ¡cómo sabrías apreciar la dicha que gozáis! Las pobres hijas no se habrían atrevido a hacer la menor observación; era preciso obedecer. Los padres creían que ellos sabían mejor lo que convenía a sus hijas y era perder tiempo hacerles variar de opinión. Se casaba una niña hermosa con un hombre que ni era lindo ni elegante ni fino y además que podía ser su padre, pero hombre de juicio, era lo preciso. De aquí venía que muchas jóvenes preferían hacerse religiosas que casarse contra su gusto con hombres que les inspiraban aversión más bien que amor. ¡Amor!, palabra escandalosa en una joven el amor se perseguía, el amor era mirado como depravación”. 5
Mariquita Sánchez se convirtió en una “referente” inevitable de las mujeres de la elite rioplatense. Partidaria de la independencia, en una suscripción de 1812 promovida por el Triunvirato para pagar armas venidas de Estados Unidos, acaudilló a un grupo de damas vinculadas a la Sociedad Patriótica dirigida por Bernardo Monteagudo, que adhirió e hizo publicar en la Gaceta un llamado que expresa, a la vez, los cambios y las continuidades que se vivían en los tiempos revolucionarios. Allí se decía que las mujeres, “destinadas por la naturaleza y por las leyes a vivir una vida retraída y sedentaria, no pueden desplegar su patriotismo con el esplendor de los héroes de los campos de batalla. Saben apreciar bien el honor del sexo a quien confía la sociedad el alimento y la educación de sus jefes y magistrados, pero tan dulces y supremos encargos, las consuelan apenas del sentimiento de no poder contar sus nombres entre los defensores de la patria. En la búsqueda de sus anhelos, han encontrado el recurso que siendo análogo a su constitución, desahoga de algún modo su patriotismo. Las suscriptoras tienen el honor de presentar a V.E. la suma [...] que destinan al pago de fusiles que ayudarán al Estado en la erogación que hará por armamento que acaba de arribar felizmente. Ellas sustraen generosamente las pequeñas, pero sensibles necesidades de su sexo, para consagrarles un objeto, el más grande que la patria conoce en las actuales circunstancias. Cuando el alborozo público lleve hasta el seno de las familias la nueva de una victoria, podrán decir en la exaltación de su entusiasmo ‘Yo armé el brazo de ese valiente que aseguró su gloria y nuestra libertad’. Dominadas por esa ambición honrosa, suplican las suscriptoras a V.E., se sirva mandar grabar sus nombres en los fusiles que costean. Si el amor a la patria deja algún vacío en el corazón de los guerreros, la consideración al sexo será un nuevo estímulo que los obligue a sostener en su arma, una prenda del afecto de sus compatriotas cuyo honor y libertad defienden. Entonces, tendrán derecho a reconvenir al cobarde que con las armas en la mano abandonó su nombre en el campo enemigo. Y coronarán con sus manos al joven, que presentando con ellas el instrumento de la victoria, dé una prueba de gloriosa valentía. Las suscriptoras esperan que aceptando V.E. este pequeño donativo, se servirá aprobar su solicitud como un testimonio de su decidido interés por la felicidad de la Patria. Buenos Aires, 30 de mayo de 1812”. 6
Aquella adhesión no le impidió ser luego amiga de Rivadavia e integrarse en 1823 a la Sociedad de Beneficencia, y presidirla en dos ocasiones. Esta buena relación tampoco le impidió hacerse federal en 1829. La propia Mariquita decía de sí misma: “Yo soy en política como en religión muy tolerante. Lo que exijo es buena fe”. 7
Como “vecina” de los sectores más pudientes en tiempos “ilustrados”, Mariquita tuvo acceso a la educación y las lecturas, sin necesidad de convertirse en monja, como hubiera ocurrido en épocas anteriores. No cabe duda de que supo sacarles provecho, y sus cartas, recuerdos y demás escritos muestran una personalidad excepcional. Sin embargo, no hay que olvidar que en muchos aspectos no dejaba de ser una fiel exponente de su clase social. Por ejemplo, en lo que se refiere al “orgullo de casta”, como lo puso en evidencia en sus proyectos educativos, en los que siempre conservó el criterio de diferenciar a los sectores de elite de los populares. Así, estando al frente de la Sociedad de Beneficencia, mantuvo escuelas separadas para niñas “blancas” y para niñas “pardas”. 8 En cambio, tenía puntos de vista mucho más avanzados a su tiempo en lo que se refería al matrimonio y el papel de la mujer en la familia. Por ejemplo, en una carta a su hija Florencia, en julio de 1854, decía: “¿Quién diablos inventó el matrimonio indisoluble? [...] Es una barbaridad atarlo a uno a un martirio permanente”. 9
Claro que esa afirmación la hacía ya madura. Como vimos, su fulminante romance con Martín Thompson llevó a su primer matrimonio, del que tuvo cinco hijos. A comienzos de 1816, Thompson fue enviado en misión a Estados Unidos, para intentar el reconocimiento de la independencia que estaba por declararse y, sobre todo, para obtener buques y armas con qué sostenerla. Mariquita conoció entonces la “viudez virtual” de otras mujeres de su clase social, que se convirtió en verdadera en 1819, cuando Thompson falleció en su viaje de regreso a Buenos Aires. 10 Un año después, y siguiendo las prácticas de la época que no veían bien a una viuda rica relativamente joven, se volvió a casar, con el representante consular francés en Buenos Aires, Jean Baptiste Washington de Mendeville, con quien tuvo tres hijos. Fue un matrimonio curioso que, de hecho, concluyó en 1836, cuando Mendeville fue destinado como cónsul en Quito. Mariquita y sus hijos quedaron en Buenos Aires y nunca más volvió a encontrarse con su marido, muerto en 1863 en Francia.
En tiempos de Rosas, Mariquita fue mentora de los representantes de la llamada Generación del 37 (Echeverría, Alberdi, los hermanos Juan María y Juan Antonio Gutiérrez, entre otros). Aunque por entonces era ya una “mujer mayor”, seguía ejerciendo sobre los jóvenes escritores románticos la misma fascinación intelectual que en sus “años mozos”.
Entre 1839 y 1843 se expatrió a Montevideo, temerosa de sufrir persecución por parte de Rosas. Curiosamente, Mariquita tenía una antigua amistad con Rosas, con quien se tuteaba, algo infrecuente fuera de las relaciones familiares. La correspondencia entre ellos muestra mucha confianza. Así, el Restaurador la trata de “francesita parlanchina y coqueta” en una carta de 1838, cuando los reclamos franceses anuncian el inminente bloqueo, a la cual Mariquita contesta: “No quiero dejarte en la duda de si te ha escrito una francesa o una americana. Te diré que, desde que estoy unida a un francés, he servido a mi país con más celo y entusiasmo aún, y lo haré siempre del mismo modo, a no ser que se ponga en oposición de la Francia, pues, en tal caso, seré francesa, porque mi marido es francés y está al servicio de su nación. Tú, que pones en el “cepo” a Encarnación si no se adorna con tu divisa, debes de aprobarme, tanto más, cuanto que, no sólo sigo tu doctrina, sino las reglas del honor y del deber. ¿Qué harías si Encarnación se te hiciese unitaria? Yo sé lo que harías. Así, mi amigo, en tu mano está que yo sea americana o francesa. Te quiero como a un hermano y sentiría me declararas la guerra. Hasta entonces permíteme que te hable con la franqueza de nuestra amistad de la infancia”. 11
Mariquita fue sin duda una influyente mujer. Era una gran lectora, estaba al corriente de cuanto acontecimiento sucediese, y fue una sagaz cronista. En carta a su segundo marido señalaba: “En el diario que he llevado he escrito mil ochocientas sesenta notas. Sin contar cartas particulares. Te puedes imaginar si es broma, a más cuarenta actas: esto es trabajo de cabeza y pluma”. Siguiendo una práctica habitual en los hombres que vivieron los convulsionados tiempos revolucionarios, Mariquita volcó por escrito sus recuerdos y dejó una descripción de la vida virreinal en Buenos Aires, fuente de primera mano para la “historia social” de esos tiempos. Una vez más, la mirada punzante y la inteligencia de Mariquita se ponen en evidencia: “Estos países, como sabes, fueron 300 años colonias españolas. El sistema más prolijo y más admirable fue formado y ejecutado con gran sabiduría. Nada fue hecho sin profunda reflexión. Tres cadenas sujetaron este gran continente a su Metrópoli: el Terror, la Ignorancia y la Religión Católica. De padres a hijos se transmitió con pavor. La Revolución del Cuzco, los castigos que se habían dado a los conspiradores y el suplicio al heredero del trono de los Incas [...] Me tiembla el pulso y el corazón sólo de escribirlo, y fueron cristianos católicos romanos los que tal mandaron y ejecutaron. [...] La Ignorancia era perfectamente sostenida. No había maestros para nada, no había libros sino de devoción e insignificantes, había una comisión del Santo Oficio para revisar todos los libros que venían, a pesar que venían de España [...]. Para las mujeres había varias escuelas que ni el nombre de tales les daría ahora. La más formal, donde iba todo lo más notable [...] la dirigía doña Francisca López, concurrían varones y mujeres. Niñas desde cinco años y niños varones hasta quince, separados en dos salas, cada uno llevaba de su casa una silla de paja muy ordinaria hecha en el país de sauce; éste era todo el amueblamiento, el tintero, un pocillo, una mesa muy tosca donde escribían los varones primero y después las niñas. Debo admitir que no todos los padres querían que supieran escribir las niñas porque no escribieran a los hombres [...]. No puedes imaginarte la vigilancia de los padres para impedir el trato con los caballeros, y en suma en todas las clases de la sociedad había vanidad en las madres de familia en este punto”.12
Así, esta mujer, que participó activamente de los acontecimientos políticos y literarios de aquellos años, que opinó y entabló polémicas sobre diversos temas, estuvo en boca de cuanto diplomático pisó suelo porteño, y con el correr de los años se convirtió en una verdadera embajadora rioplatense. Falleció a los 81 años, el 23 de octubre de 1868.

Del Historiador